martes, 21 de febrero de 2012

¿Alguien puede perdonarme de verdad?


To 7 b  El paralítico de Cafarnaúm
El credo que recitamos en la misa afirma con gozo: “¡creo en el perdón de los pecados!” Las culpas pesan mucho, y cuesta mucho perdonar al otro, incluso perdonarse a uno mismo. Entre otras razones, porque desespera ver que lo hecho, hecho está: que el mal no tiene en realidad remedio: tiene efectos reales, consecuencias; y que la mancha, si la reconozco, me afrenta ante los demás y ante mi propia conciencia. “Mi pecado es demasiado enorme. Cualquiera que se encuentre a Caín, lo matará”, decía a Yahvé Caín cuando por fin aceptó que había sido el asesino de su hermano.
“Creo en el perdón de los pecados”: creo que Dios es capaz de hacer al hombre de nuevo, de cambiar hasta lo que no tiene remedio… Jesús hizo un milagro para que pudiéramos hacer esta afirmación.
En Jesús, Dios mismo viene a nosotros, pasa por alto los defectos, los errores, las culpas de aquellos hombres (y los míos). Se acerca y nos busca. En cuanto en un alma empieza a nacer correspondencia a ese amor, se empieza también a borrar la ofensa; y el alma empieza a dolerse, a arrepentirse, pero también a curarse,  a cambiar, a llenarse de alegría; porque hay dolores que curan, hay sufrimientos que devuelven la alegría al corazón.
El amor de Dios nos cura, transforma el corazón y la vida: es capaz de hacer nacer la salvación hasta del pecado, del error: por eso había anunciado en Isaías: “mira, todo lo hago nuevo, todo lo transformo”.
Podemos pensar ahora en nosotros, en nuestras intransigencias con las culpas: a veces no somos capaces ni perdonar las equivocaciones o los defectos de gente que nos quiere y no son malas persona, pero se equivoca o tiene un defecto: no es que no le perdonemos un mal, es que no le perdonamos que sea así: nos irrita y, en vez de intentar ayudar o corregir, se lo reprochamos de continuo, nuestra propia irritación exagera el defecto, hasta volvernos maniáticos.
El arte del perdón. Diría que también a uno mismo: saber aceptar nuestras limitaciones, reconocer nuestros errores, disculparnos ante Dios de nuestras culpas…
Pero, no: de tan protectores del yo, somos los reyes de la justificación, incluso cuando pedimos disculpas: perdona que me haya enfadado, pero es que no sabes qué pesado te has puesto (el mérito es encima nuestro)…
El Señor nos ha ofrecido esa maravilla de aprendizaje que es el sacramento del perdón: allí nos encontramos con este mismo Jesús, que nos mira con sus ojos penetrantes y llenos de amor y de amistad: nos escucha, nos anima, nos enseña, nos corrige… es un tesoro: nos ahorraríamos toneladas de pastillas, y de lágrimas de quienes nos quieren y a quienes hacemos sufrir con nuestros empecinamientos. Aprenderíamos también a perdonarnos a nosotros mismos, a soportar la realidad de nuestros límites, de nuestros errores, perfectamente compatibles con el hecho de que el Señor nos quiera y cuente con nosotros: compatibles con nuestra llamada.
Una idea que os ofrezco: llevemos a nuestros amigos, como hicieron aquellos cuatro; y dejémonos llevar también nosotros, cuando no seamos capaces de sacar la fuerza de ir por nuestras propias pies.

viernes, 17 de febrero de 2012

Jesús y el leproso




To 6 b
Si tú quieres, puedes limpiarme
La durísima ley profiláctica sobre los leprosos, que se remontaba a Moisés, sirve de marco hoy a la maravilla de este encuentro de Jesús con uno de ellos. 
Al ver que aquel Rabbí cura a los enfermos y expulsa a Satanás, nace en aquel hombre la fe en Jesús como verdadero Mesías de Yahvé; y se acerca a él convencido de que Yahvé, que es padre de los pobres, no le rechazará.
Con una maravillosa sencillez le dice: “Si quieres, puedes limpiarme”. Es maravillosa la humildad y la confianza con que pide, el abandono. ¡Qué lección para nosotros, para nuestras enfermedades! Sobre todo para las enfermedades del alma: las que nos comen por dentro, nos sacan de la comunidad, de la vida entre los hermanos…
Jesús tiene con este hombre un gesto liberador y lleno de amor: lo toca sin reparo. Muestra su señorío sobre el mal y su amor por los que lo sufren, premia su fe: queda limpio…
Así ha hecho la Iglesia (y sigue haciendo) con los enfermos de lepra y de otras enfermedades que suponen un estigma social, sin temor y a sus propias expensas. Uno de cada cuatro enfermos de sida del mundo es atendido por una institución sanitaria católica. Esto es una maravilla y así ha de ser siempre: es el evangelio encarnado.
Hablábamos de la Jornada del enfermo. Yo os animo a que sigamos teniendo  todo el año esto muy presente, que no dejemos de promover el acompañamiento, la atención de los enfermos, incluso de personas que no tienen que ver con nosotros; aunque digo mal: porque son nuestros hermanos.
A la vez, no os olvidéis hoy de los que tienen alguna enfermedad terrible del alma: alguna atadura que les impide volar: rezad siempre por ellos, no os apartéis nunca de ellos: tocadles con vuestra caridad.
Y si alguna vez somos nosotros los ‘agraciados’ por un mal moral que nos domina, no dudemos en ir al Señor con la sencillez de este hombre: Tú puedes curarme, no me dejes, no pases por delante: limpia mi corazón.