domingo, 22 de febrero de 2015

En el funeral de mi madre

(Homilía en la parroquia de San Josemaría, de Aravaca, durante el funeral por mi madre, fallecida ahora hace un año, el 27 de enero de 2014)


"Está oscureciendo. Todos los días pasan bandadas de pájaros por el cielo en perfectas formaciones; son aves que emigran cuando va llegando el invierno. No tengo ni idea hacia donde se dirigen, pero ahora estamos en otoño, una estación muy agradable; para mi más que la primavera. Claro que yo misma estoy en esa edad. Pero ¡qué estoy diciendo! A mi ya se me ha pasado, voy mucho más avanzada, me encuentro en pleno invierno, que ya voy a cumplir los 84 y pronto emigraré yo también como las aves que veo pasar. Y cuando llegue allí, a la casa del Padre, presentaré mis credenciales que son ni más ni menos que ser la "madre de los Peñacobas", y espero que se me abran muchas puertas..."
(De un correo electrónico enviado por mi madre a sus hijos el 2 octubre de 2011. Fotografía del autor, tomada el 14 de octubre del mismo año, desde el mismo lugar en que mi madre contempló el fenómeno migratorio que le inspiró su carta)

La maternidad como sacramento natural
Queridos: mi madre, que se llamaba Raquel, siempre presumió de sus hijos, como suele ocurrir a todas las madres. Nosotros somos doce hermanos: siete mujeres y cinco varones. Hay que decir que presumió de sus hijos sobre todo ante Dios; me refiero a que, gracias a Dios, no iba por ahí hablando de nosotros ni de nuestras bondades; como tampoco estaba siempre satisfecha de todo lo que hacíamos. Más bien quiero decir que se apoyaba ante Dios en nuestros supuestos "méritos" o bondades. Alguna veces pienso que demasiado, creo que exageraba un poco, sin más. Me ocurrió, por ejemplo, al leer el e-mail que nos escribió a los hijos, hace ahora algo más de dos años, a comienzos de octubre de 2011, uno de cuyos párrafos transcribo aquí arriba. Al leerla, pensé que a mi madre le condicionaba demasiado el cariño al hablar así. Primero, porque pienso que sería una presunción por parte de sus hijos creer que merecíamos para ella, cuando probablemente ha sido siempre al revés: ella ha merecido para nosotros. Y también porque me resulta una tonta presunción pensar que por pertenecer a un grupo familiar, social, empresarial... ya es uno titular de un mérito, con independencia de si él personalmente se lo merece, se porta bien o mal. No, al contrario, nunca debemos olvidar que cada uno ha de dar razón de su propia vida, como enseña la Escritura. Así que cuando un amigo me sugirió que citara esta carta, no había pensado hacerlo. Pero luego, al pensarlo mejor -como conviene que hacer tantas veces en la vida-, me di cuenta de que desde el punto de vista de mi madre, ella bien podría presumir y sentirse orgullosa, porque su maternidad se había convertido en vocación divina. La maternidad tiene siempre algo de divino: Dios es Padre y también es madre; tiene corazón de padre y de madre, como solía decir san Josemaría. La maternidad es, pues, uno de esos ‘sacramentos naturales’, de los que habló en alguna ocasión Benedicto XVI (a quien, por cierto, mi madre, que había nacido en el mismo año que él, tanto admiraba sinceramente): cosas que son, sí, naturales, pero que también son transparencia del misterio divino que envuelve el ser y le da vida, porque es su origen, y lo acoge porque es logos y amor: es persona  y nos hace personas, nos engendra espiritualmente y nos hace ser a su imagen y semejanza, como dice la Biblia, o sea: nos hace hijos creados.

La vocación de la maternidad
La maternidad es parte viva y constitutiva de la existencia humana. Raquel, mi madre, realmente experimentó en sí esa intermediación creadora y se entregó a ella,  con enorme alegría y gusto, y también con espíritu de sacrificio de ofrenda: con sacrificio gustoso, como solía decir san Josemaría, que se convirtió para ella en padre espiritual siendo todavía una jovencísima madre y poco después de dar a luz a mi hermano Javier. Así que sí, tenía razón al titularse así: madre de los Peñacobas. No sé si para nosotros se puede considerar un título de orgullo, pero desde luego para ella sí lo es. Mi madre asumió la vocación maternal y esponsal en su propia vocación cristiana –de discípula comprometida del Señor-, de modo que entretejía el amor de Dios, la devoción, la oración, con su dedicación al amor de mi padre y de nosotros.  Nunca pensó que su vida fuera particularmente valiosa. En unos apuntes de un curso de retiro escribía:  "¿Presunción? No he destacado en nada, ni siquiera humanamente". Y, no obstante, el Señor la hizo fecunda. Sin darse apenas cuenta, ella iba llenando su vida de fruto y de gratitud de nuestra parte. También producía a veces en otros una admiración que le llenaba de vergüenza y le hacía reír: porque tenía un sentido del humor verdaderamente delicioso: delicado y dulce, hecho de frases cortas: "tú estás loco, tú serás un numerario de pacotilla", recuerdo que me dijo, burlona, cuando le comuniqué que quería incorporarme al Opus Dei como numerario.

La maternidad y la Iglesia
Así hace Dios en nuestra vida; puede parecer que que lo que nos toca hacer no tiene importancia, pero la puede tener, y mucha: puede dejar una estela de gloria de Dios y gratitud entre las personas por la que pasa. Así hace el Señor las cosas: "que tu vida no sea una vida estéril: sé útil, deja poso", había escrito san Josemaría en el primer punto de su libro Camino. Cuando mi madre tuvo el sexto hijo regaló la bañera a la vecina. Me lo contó su hija Reyes el día del funeral. Le dijo: ya no voy a tener más. Pero luego se ve que lo pensó mejor. ¿Por qué no?, debió de pensar. Y tuvo seis más.

Ojalá la Iglesia, los cristianos, sigamos valorando siempre mucho esta vocación específica humana y cristiana de la maternidad. Ojalá la Iglesia misma –o sea, nosotros- sepamos ser siempre madre. Ojalá todos, con la Virgen María, comprendamos que todos participamos de la vocación materna, que es constitutiva del ser humano: ser capaces de dar vida, educar con la ternura, la paciencia y el sacrificio, dar el evangelio vivo, introducir en la familia de la humanidad, en la familia de Cristo, para desaparecer luego en la paz del Señor resucitado y vivo: ¡descanse en esa paz!