lunes, 30 de mayo de 2016

Una breve historia del Concilio Vaticano II


En la Iglesia de hoy, todo lo que se vive o no, se discute o se acepta; todo lo que tiene de crisis o de nuevo rumbo, tiene su punto de origen en un evento eclesial concreto: el concilio ecuménico Vaticano II, que se celebró en Roma entre el 11 de octubre de 1962 y el 8 de diciembre de 1965. Conocer la génesis y desarrollo de aquel acontecimiento es, en parte, clave para comprender. El autor de esta monografía histórica ha logrado -a mi juicio- un relato coherente, ordenado y hasta ameno de los antecedentes, los hechos, las personas. Un relato bastante equilibrado y sin prejuicios, benévolo en general, sin parcialidades ni torsión para apoyar las posturas o situaciones contemporáneas, en este momento en que algunas discusiones o acontecimientos recuerdan en algún aspecto la monumental crisis que supuso entonces el enfrentamiento entre diversos grupos, con visiones dispares del rumbo que la Iglesia debía tomar a partir de aquel encuentro. Por eso lo recomiendo a quienes estén interesados en conocer una buena síntesis. Aunque se haga necesario cierto conocimiento previo de la cuestión, y un poco de pasión personal por el tema. 


"El autor de este ensayo, Philippe Chenaux (1959), es catedrático de historia moderna y contemporánea de la Iglesia en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Lateranense (Roma), donde dirige el Centro Studi e Ricerche sul Concilio Vaticano II. Es también miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas. Entre sus numerosas publicaciones destacan las biografías dedicadas a Pío XII y a Pablo VI. El Concilio Vaticano II, que apareció en italiano en 2012, es un libro que podemos adscribir al género de síntesis histórica. Este carácter sintético se aprecia en la cantidad de información que aporta, con el mérito de no hacer árida ni pesada la lectura, sino de transmitir lo fundamental de una manera clara y ordenada" (Santiago Casas, en Aceprensa)

Sobre los católicos divorciados vueltos a casar civilmente





Exhortación apostólica post sinodal "Familiaris consortio", 22 nov. 1981, sobre el Matrimonio y la familia (n. 84)


En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.

La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.

La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos».

Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.

Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo.

La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.