jueves, 25 de agosto de 2016

¿Qué hay que ver para creer?

(19 junio 2016 Do 12 TOc)
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:
- «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos contestaron:
«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó:
- «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la palabra y dijo: 
«El Mesías de Dios.»
(Del capítulo 9 del evangelio según san Lucas)

¿Quién pensáis que soy yo?
Jesús no comenzó su ministerio diciendo soy el Mesías -el Cristo-. Lo fue insinuando poco a poco, como cuando les dice “aquí hay más que un profeta”, u otras expresiones indirectas. Lo sabían desde luego María y José; también Juan el Bautista. Pero él no se presentó a sí mismo de ese modo. Él predicaba el evangelio, la buena nueva del Reino y de la conversión. Pero al verle actuar o escucharle la gente empezó a pensar que él se tenía por Mesías, o al menos realizaba acciones que corresponderían a ese personaje anunciado y anhelado. Sobre todo les llenaba de consternación cuando se realizaba un milagro por su palabra, o cuando se atrevía a decir a alguien: "tus pecados quedan perdonados"… 
Así fue, al parecer, hasta que él mismo -y es la escena que hoy nos evangeliza- lo planteó abiertamente a los discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Qué dice la gente de mi? ¿Qué piensa? Y luego más directamente a ellos: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". 
"Tú eres el Mesías", le responde Pedro. Es estimulante pensar el recorrido espiritual que realizaron esos hombres hasta dar el salto interior del acto de fe; esa afirmación, ese acto lleno de discernimiento, nacido de una libertad intelectual que se siente retada los hechos que ve, por las palabras que escucha. Es una especie de salto espiritual, en que consiste el acto de fe: "tú eres el Mesías". 
Hay una exclamación popular en la que se dice dice: "¡Ver para creer...!" Y realmente es cierto -aunque parezca paradójico- que para creer, primero hay que ver algo. La fe es creer algo que no se "ve", porque alcanza, intuye, y afirma algo más allá de lo perceptible. Pero se apoya en lo que se ve, claro: no es irracional. Es más, si uno no se empeña en ver lo que Dios nos muestra, tampoco puede llegar a aceptar aquello de más que nos revela, aquello que está más allá de la percepción. Si uno no se acerca a Jesús, ni escucha de corazón su palabra, tampoco puede pretender alcanzar el don de la fe. Y si uno escucha lleno de prejuicios o con displicencia -como ocurría con algunos de los que le escucharon-, no llegan tampoco al umbral de la fe, desde donde se da el paso; uno mismo se cierra el camino.

La fe que transforma la vida
La confesión de la fe, la formulación psíquica de su contenido, nos transforma. La fe no es una fórmula para enunciar más o menos distraídamente, sino una verdad que uno profesa aceptar -en base a la palabra y vida de Jesús- y en base también, en parte, a lo que me dice el corazón y la razón. Pero una vez que se enuncia en el alma, la transforma: creo que Dios es padre y creador; creo que el Espíritu santo es el alma de la Iglesia; creo en el perdón de los pecados, que pueden ser perdonados; creo en la vida eterna, creo que esta vida no es todo: espero en el Señor, y sé que me juzgará, con misericordia infinita y con absoluta sinceridad y verdad. ¡Y todo eso le cambia la vida!
     Los apóstoles -que aquí reciben indirectamente la revelación del mesianismo de Jesús- fueron descubriendo después más cosas acerca de él. Por ejemplo, cuando les dice: "Yo y el Padre somos uno". Ahora, les pide: "No digáis nada de esto a la gente". Nos resulta curioso que Jesús les ordene que no hablen a nadie de lo que acaba de decirles. Lo entenderemos mejor si nos damos cuenta del motivo: todavía no estaba todo dicho, ni habíabn aprendido todo. Faltaba aún la pasión, y también la resurrección, y el Espíritu santo, y la Iglesia... 
La fe debe crecer, hacerse madura. Como ocurre también a nosotros. Es preciso siempre alimentar la fe, estudiarla. ¿Por qué no hacéis grupos de estudio, o dedicáis un tiempo a la lectura personal, a plantearos preguntas? Sed audaces. Quered conocer. Si hemos de ser la sal de la tierra, la luz del mundo, hemos de aprender. Sabiendo que este es un aprendizaje especial, tiene una dimensión vital. Esto vale desde luego en la dimensión moral del mensaje, pero también en la vida interior, en la visión del mundo, que es la base de la dimensión moral. La fe requiere oración. La oración: estaba orando Jesús. Entrar en la intimidad de Dios. La oración no es solo para los monjes. Sin oración, estamos en peligro, somos "cristianos en peligro", como escribió en cierta ocasión Juan Pablo II. Y no se refería a los cristianos perseguidos, sino  a nosotros, los acomodados a una vida de cumplimiento sin oración personal que transforme la visión propia del mundo, de las personas, de las cosas, de nuestra misión. Al fin y al cabo, decir de veras: "Estoy convencido de que tú, Jesús, eres el Cristo, el Mesías", cambiaría por completo mi vida.

lunes, 15 de agosto de 2016

Cómo perdona Dios

(12 de junio 2016. Do 11 del tiempo ordinario C)
¿Por qué has menospreciado a Yahveh haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya y matándole por la espada de los ammonitas? Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para mujer tuya. David dijo a Natán: «He pecado contra Yahveh.» Respondió Natán a David: «También Yahveh perdona tu pecado; no morirás. (2 Samuel 12)
Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.» Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados.» Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz.» (Evangelio de san Lucas, 7)

Hoy la liturgia de la palabra se detiene en el tema del perdón de la culpa por parte de Dios; de cómo perdonó a David sus crímenes, y de cómo declaró Jesús el perdón de aquella mujer anónima pecadora que lavó y perfumó sus pies durante una comida. Hablemos del perdón de Dios. Nosotros perdonamos y pedimos perdón; y  eso realmente eso bueno, generoso, conveniente y necesario. ¡No podemos ni debemos estar toda la vida enfadados, por mucha razón que tengamos! (que no siempre tenemos tanta). Así, pues, perdonémonos siempre y cuanto antes. Y facilitemos a los otros que nos perdonen -cuando les hemos ofendido o simplemente molestado-, disculpándonos con sencillez y sinceridad. Todo esto del perdón es una gran obra de caridad y también de sentido común. Aunque cueste, por el orgullo. 
Pero hablemos de otra cosa: del perdón de Dios. Pues aunque la gente nos perdone, el pecado deja siempre una huella en el mundo y en nosotros. Es una ofensa al bien, a Dios, a la propia dignidad; nos hace feos, malos, fríos. Nos aleja de Dios. Puede que los demás nos perdonen, pero el mal que hacemos o nos hacen queda ahí, en mi o en los demás, hecho en cierto modo para siempre y con todas sus consecuencias. Y concretamente en mi -en quien lo hace- queda en forma culpa; y en el mundo como huella. Tal vez eso es lo que refleja el escándalo de los oyentes de Jesús cuandodice a la mujer: -Estás perdonada de tu pecado. "¿Quién puede perdonar la culpa, los pecados, sino Dios?" , comentan, con toda razón. Es decir: ¿quién podrá hacerme de nuevo, devolverme la inocencia, borrar la culpa y perdonarla? Eso sólo lo puede hacer Dios, por amor: -"Dios ha perdonado tu pecado, no vas a morir", le dice Natán a David de parte de Yahveh. Como Jesús dice a la mujer: -"Tu fe te ha salvado. Vete en paz."
¿Cómo puede Dios hacernos de nuevo?
En diálogo con el fariseo sobre esta mujer Jesús explica que esa mujer ha amado mucho, y que eso le ha salvado, eso ha hecho posible que Dios la perdonara. Y cuando dice que ha amado mucho no se refiere precisamente a sus amoríos, sino a la sinceridad de su dolor, a su deseo de ser perdonada, expresados en ese gesto valiente y humilde, y lleno de amor por Jesús, aún a despecho de lo que los demás pensaran de ella y del Señor. Así, Jesús revela que Dios nos perdona porque le amamos. No porque amemos sin más, claro, ya que todo el mundo ama algo; a menudo sus caprichos, su voluntad, su gloria, su tranquilidad…a quien no debe o como no debe. Sino porque el dolor por el mal hecho se convierte en una forma de amor, de arrepentimiento, que busca con lágrimas la curación. Porque le amamos -y él nos ama- nos perdona. Por eso la falta de sinceridad interior o exterior es la dificultad máxima que Dios encuentra para curar nuestro corazón. Como el fariseo, que sólo se preocupa de juzgar a los otros, o como David, que en su engreimiento real ni si quiera se entera del terrible daño que ha hecho con su adulterio. A David le envía un profeta que le reprenda con severidad, precisamente para que se dé cuenta. Él reacciona con humildad, y el Señor le perdona inmediatamente.
No dejes, Señor, que se oscurezca nuestra conciencia; no dejes a tus hijos en la Iglesia fríos, cuando nos esperas siempre. El Papa ha querido elevar de categoría litúrgica la fiesta de Santa Magdalena, y le ha otorgado el título de apóstol. Es muy bonito. No sólo porque revela la vocación apostólica en las mujeres, sino por la tradición que la presenta como pecadora ganada por el amor a Jesús.


El Cuerpo del Señor. Amén

(29 de mayo 2016)

Hoy es la fiesta del Corpus, el Corpus Christi. "-El Cuerpo de Cristo", nos dice el sacerdote o el diácono cuando nos ofrecen la Comunión: "Esto es el Cuerpo de Cristo".  Y uno responde: "-Amén", así lo creo, así es, así lo sea para mi ahora. Nosotros, en realidad, no hemos conocido el Cuerpo del Señor, no hemos vivido mientras él era un hombre mortal y podía ser abrazado, mirado, bendecido o bien maltratado; Dios verdadero pero hecho verdaderamente hombre, mortal. No conocimos así el Cuerpo del Señor y tampoco ahora lo conocemos así. Lo conocemos sólo indirectamente: sabemos lo que decía, sabemos que quería a los niños, sabemos la edad que alcanzó, sabemos que murió crucificado… Precisamente porque sabemos conocemos todo eso somos capaces de representarlo, de repetir sus palabras, de hacernos imágenes suyas. Todo eso nos ayuda y consuela mucho. Pero diría que sobre todo tenemos el Pan eucarístico. Sabemos que Jesús tomó pan en sus manos, lo partió y se lo repartió diciendo: esto en mi cuerpo; haced en memoria mía. Eso hacemos, eso haremos hoy mismo dentro de un rato. Así, pues no lo conocimos, pero cuando repetimos sobre el pan –obedeciendo a su mandato-: "Esto es mi cuerpo", aquí está mi cuerpo, entonces sabemos que de veras está ahí, que es él mismo, resucitado, vivo; porque nos lo dijo así. Y está con esa forma externa de alimento: yo estoy aquí y soy tu alimento. ¡Amén! Gracias, Jesús.
Nuestros hermanos protestantes, las comunidades nacidas de la Reforma del s. XVI piensan que no es propiamente su cuerpo, sólo una especie de signo. Pero la Iglesia universal siempre pensó: sí, es su Cuerpo, lo dijo él; siempre dijo: "¡Amen!". Por eso el sacerdote adora el pan y el vino después de pronunciar las palabras de Jesús. Por eso reservamos siempre Pan en el Sagrario y hacemos ante esa reserva una genuflexión de adoración. Es como decir de nuevo: "¡Amén"! Luego nos sentamos y conversamos con él , como con un amigo que se sienta frente a frente al amigo, y nos escucha. Es él, es Jesús. Y le hacemos fiesta de vez en cuando: lo colocamos sobre una especie de trono ( la "custodia") y lo exponemos a nuestra vista; y le cantamos canciones y perfumamos el aire con el incienso y encendemos velas en su honor. 
Deberíais venir más a la adoración que hacemos todos los jueves… Deberíamos tratarle mejor en el Pan eucarístico, con más fe y más amor. Con devoción, delicadeza de cuerpo y de alma, como cuando uno se arregla para un encuentro importante: así también aquí, arreglados en cuerpo y alma. Es el Cuerpo de Cristo. No lo conocimos, pero está aquí. Y está para ti. No le hagamos esperar. Es nuestro salvador.