viernes, 21 de octubre de 2016

El poder de la oración está en la libertad y el amor


(16 de octubre 2016 Domingo 28 del Tiempo ordinario)


Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
- «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle:
"Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo:
"Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."»
Y el Señor añadió:
- «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?"
(Del capítulo 8 del evangelio de san Lucas) 

Hoy se vislumbra en el evangelio, con esos personajes del juez desaprensivo y la viuda insistente una cierta vis comica que parece que tenía Jesús predicando. Así, el texto original habla del miedo del juez a que aquella mujer "me pegue en la cara", en un giro que viene a equivaler en nuestro lenguaje coloquial a "darnos la paliza", agotar nuestro aguante a base de insistencia. Y realmente "ser palizas" es un defecto a evitar; como también ser displicentes para atender lo que nos dices... Es bueno ser atentos; como Dios está siempre atento a nuestra oración. Porque de la oración de petición es de lo que hoy habla Jesús. 
Del poder de la oración
Dice que les propuso esta parábola para explicarles cómo hay que orar siempre sin desanimarse. Nos viene bien a todos escucharlo. Aunque por desgracia en muchos casos deberíamos decir en honor a la verdad, que nuestro problema es que nos cansemos de rezar, sino que no lo hacemos. No se puede decir que nos hayamos desanimado, ya que ni siquiera hemos comenzado. Incluso puede que esgrimamos razones del tipo: "¿Para qué pedir a Dios? Él hace lo que quiere, si es que realmente es él quien lo hace y no el azar, la naturaleza con sus leyes, etc. Sin embargo, aquí Jesús nos está dice implícitamente que eso no es así, que nuestra oración determina o puede determinar la voluntad de Dios. Lo mismo vemos cuando da la regla famosa: "pedid y se os dará". Y lo mismo puede deducirse de lo que acontece en las bodas de Caná, cuando Jesús se deja persuadir de María para adelantar su Hora.
No deja de ser un misterio: Dios nos escucha; es capaz de cambiar el destino aparente, el curso de los acontecimientos. No se trata de buscar milagros para creer (entonces no sería fe), pero sí de creer que el Señor haría y hace milagros cuando lo ve conveniente; puede cambiar todo, hasta sus planes ¿Pero hallará esta fe en nosotros?
¿Puede Dios determinar su voluntad por mi oración?
Sin duda. Para mi la razón es clara: Dios nos hace libres, creativos; muchas cosas las hace depender de nuestras decisiones, y por tanto no "está todo escrito", como de modo erróneo se piensa a menudo. El libro de la Historia y de nuestras historias se escribe a dos manos: Dios y nosotros, su libertad y la nuestra (aunque, por fortuna -por el poder divino y su amor-, al final siempre la historia acaba bien, él siempre triunfa, y siempre acaba bien para los que le aman: "todo confluye al bien de los que le aman", escribe san Pablo). Pues bien, si esto es así, cómo no va a dejarse "vencer" no ya por lo que hacemos, sino por lo que nos gustaría hacer  y le pedimos porque está fuera del alcance de nuestro poder? !Claro que lo hace!
Creed en los milagros
Creed en los milagros (grandes o pequeños; de la naturaleza y de la vida moral, extraordinarios o providenciales). No baséis la fe en ellos, ni menos aun creáis que podemos manipular a Dios u obligarle a que nos conceda lo que queremos (a veces siendo malos o pidiendo mal). Pero creed que Dios es Padre amoroso y que también es omnipotente. Y descansad en esa convicción, "descansad en la filiación divina". Pidiendo o sin pedir, pero mejor: no dejéis de pedir con sencillez cosas buenas, para nosotros y para los demás. A él le gusta, y lo espera. Y a nosotros nos hace bien.


miércoles, 12 de octubre de 2016

El pecado incurable

(9 de octubre 2016. Dom 27 TO c)

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
- «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
(Del capítulo 17 del evangelio de san Lucas)

Antes de que se descubrieran los antibióticos, la lepra era  una grave enfermedad infecciosa, que iba matando poco mientras deformaba y literalmente se comía el cuerpo del enfermo. La gente procuraba no acercarse a los leprosos; sentía pánico de contagiarse. A los afectados se les prohibía convivir con los demás en las ciudades, se les confinaba. Nadie les tocaba. Jesús, sí. Así consta en el relato de alguna de las curaciones de leprosos: les tocaba para curarlos. Y cuando envía a los discípulos les dice que curen a los leprosos, que no tengan miedo, porque no les va a pasar nada malo. Cosa que han hecho y hacen muchos religiosos y laicos con todo tipo de enfermos infecciosos. De hecho, por ejemplo, un porcentaje abrumador de los enfermos de SIDA son hoy atendidos por entidades religiosas católicas. 
Yo recuerdo de pequeño cómo me conmovió la historia del P. Damián, belga, joven religioso de los Sagrados Corazones. Estaba contada en la película Molokai, que tal vez recordéis los mayores. En el s. XIX confinaban a los enfermos leprosos lugares aislados, como esta isla de Hawai, para que allí vivieran aparte y se organizaran entre ellos. La Iglesia envió al P. Damián allí para atenderlos, y allí vivió él hasta que se contagió y murió. No había llegado aún a los cincuenta. Las palabras de Jesús se cumplieron en todos esos servidores: no les pasó nada malo, sino que al revés, hicieron felices a muchos y ellos también lo fueron.

Gratitud
Hoy nos cuenta el evangelio la historia de diez hombres, a los que Jesus cura de la terrible enfermedad. Y también anota que sólo uno de curados se sintió lo suficientemente agradecido como para regresar, con un agradecimiento lleno de alegría que le movía a testimoniar el milagro, a dar gracias a Dios, y a adorar a Jesús como su salvador. Qué importante esa actitud de reconocimiento de la deuda de amor, de gratitud, de testimonio que tenemos con Dios y con los demás. Acostumbrémonos a dar las gracias, de corazón. Sobre todo a Dios. Por la vida, por la luz, por el sol, por las cosas, por su perdón, por su palabra, por su Cuerpo... Pero también a los que nos hacen pequeños favores o servicios, incluido el corregirnos.

Lepra y pecado
Los cristianos vieron siempre en la curación de la lepra una imagen de la curación del pecado; sobre todo del pecado sin remedio, sin curación posible (como la lepra): el pecado del que uno mismo no quiere salir o no se encuentra con fuerzas para salir o no encuentra la forma de salir. Y le mantiene alejado de la comunidad, de la gracia. Jesús también los mira, como a aquellos hombres, les escucha... No perdamos nunca la esperanza en él. En la primera lectura, en que el enfermo leproso es un general sirio que providencialmente ha llegado a un "hombre de Dios", el profeta Eliseo, podemos ver una sombra de la solución que Dios le ofrece. Ese "hombre de Dios" la imagen del confesor. Entre ellos dos se produce una especie de choque cuando el profeta le ordena lavarse en el río Jordán (es decir, que reconozca a Israel como comunidad de salvación), signo del Sacramento. El altivo enfermo no quiere aceptarlo en un primer momento, y se defiende diciendo que le parece una solución ridícula... pero acaba cediendo y descubre así que no era el agua quien le salvaba, sino Dios mismo.
Amemos el sacramento de la confesión, practiquémoslo con la frecuencia que necesitemos, sin cerrarnos a esa fuente de gracia en la que está Cristo mismo curando nuestras enfermedades espirituales. No es la absolución la que nos cura, sino Cristo mismo.