(Domingo de Ramos 2012)
Queridos: la Iglesia hace este domingo memoria de la Pasión de su Señor, y se viste del color rojo de la sangre mártir, de los testigos. Acabamos de escuchar el impresionante relato que hace Marcos (que tal vez era ese joven que acude desnudo –abrigado sólo con la sábana- a mirar qué está pasando en el jardín de Getsemaní).
El relato conmueve profundamente a cualquiera: un turbión de odio, mentira, crueldad y cobardía se desata inexplicablemente sobre aquel hombre inocente caído de pronto en desgracia y pisoteado por todos. Pero conmueve más aún cuando se mira a sus ojos, turbios por el sufrimiento, y se le reconoce: - “Oh Dios mío, ¡es Él, eres Tú!”
Si observamos atentamente el drama, se percibe que en aquella injusticia no hubo una única ‘causa eficiente’ que llevase las cosas a su desenlace; sino que –como suele ocurrir- fue consecuencia de una conjunción de muchas causas -insuficientes cada una de por sí- las que se juntaron y clavaron a Jesús en el madero. Ahí está, por ejemplo, el corazón turbio de Judas, pero también la ceguera de los apóstoles respecto a la situación del maestro, su cobardía en el momento clave, la mentalidad pragmática e irresponsable de Pilato, el insoportable despecho que los sacerdotes sienten y su odio contra una manifestación de lo divino que no reconocen, porque un prejuicio se lo impide, la brutalidad de unos soldados mercenarios, el desprecio del testimonio de las mujeres o de los sencillos…Todo eso se vuelca como una ola de fuego contra el alma y cuerpo de aquel inocente. Por eso conmueve la Pasión, porque en la historia de Jesús se refleja el drama diario del mal moral. Nadie produce el mal del todo, nadie tiene toda la culpa de las cosas malas que ocurren (todos en parte las sufren); a la vez, no somos inocentes del todo, todos somos también culpables y responsables, todos aportamos nuestro triste ‘grano de arena’. También en esto (en la génesis del mal) el Hijo del Dios ha revelado el hombre al propio hombre (GS, 22).
El drama de Jesús, del Mesías rechazado y sufriente, refleja y resume también el drama que Dios experimenta a diario en su relación con el hombre, criatura suya, su hijo pequeño; el drama de la ‘impotencia’ de Dios, al hallarse en la alternativa de destruir al hombre para evitar que haga el mal ("Me pesa haber creado al hombre", dice antes del Diluvio), o intentar convencerle y convertirle; hacerle comprender que él no es nuestro adversario, sino nuestro amigo, nuestro médico, nuestro Dios, nuestro salvador. “¿Qué más podía haber hecho por tí que no hiciera? Pueblo mío, ¡respóndeme...!”, dice Dios en la liturgia del Viernes Santo.
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Mi paisano Machado (Antonio), que había perdido la fe cristiana, cantaba ante la Cruz de un paso de Semana Santa aquello de “Oh, no eres tú mi cantar; no puedo cantar, ni quiero, a ese Jesús del Madero, sino al que anduvo en la mar…”. Se equivocaba en la distinción: ambos son el mismo. Es verdad que nuestro Señor no es un Señor muerto, sino vivo: un Dios vivo, (como tal vez quería al poeta imaginarlo); es “Dios y Hombre verdadero”, alegre y poderoso, triunfante; pero también es verdad que Él no siente vergüenza de su Pasión; al revés, se enorgullece de sus cicatrices: lleva con orgullo sobre su cuerpo resucitado aquellas marcas, en sus manos, en sus pies, en su costado: “mirad mis manos y mis pies: soy Yo en persona, no temáis; ved que no soy un fantasma”. Son su testimonio de valor, de grandeza, y también de amor por nosotros. Por eso debemos amar la señal de la Cruz y venerarla, y servirnos de ella para orar, para bendecirnos, para imitar. Por eso esta semana reviviremos con piedad y amor ese drama de amor, y procuraremos así que sea también para nosotros fuente de una nueva vida: una vida resucitada, gloriosa, hermosa y llena de luz, de defensa del Amor divino, del amor al Señor y a su obra.