jueves, 16 de mayo de 2013

No te vayas todavía


Pasc 7 c  Ascensión 2013

   
Queridos hermanos: cuarenta días después de su resurrección, Jesús se apareció por última vez ante sus discípulos de esta forma tan singular: los reunió junto a Jerusalén y, saliendo de la ciudad por el camino de Betania, que tantas veces habían recorrido juntos, se despidió de ellos; y, alzando sus manos para bendecirlos, ascendió al cielo hasta desaparecer de su vista. (Aún recuerdo que cuando peregrinamos a Tierra Santa en diciembre, visitamos lo que queda de de una basílica que recordaba el lugar con un templete octogonal abierto por arriba. La basílica fue destruida y reconstruida varias veces, y hoy es un lugar de propiedad musulmana). Con este prodigio reveló el Señor a sus discípulos que a partir de entonces ya no le verían como le habían estado viendo. En el Evangelio aparece como una segunda despedida, después de la de la Última Cena. Y también esta vez les hizo dos promesas : la primera, que regresaría; y también, la misteriosa y operativa presencia entre ellos del Espíritu santo.

   A los discípulos debió dejarles una sensación agridulce. La desaparición de Jesús de nuestra vista ha marcado a la Iglesia con un punto de nostalgia, con e que recorre su camino en la historia: "¡Ven, Señor Jesús!", reza: ven al mundo, ven a la historia humana, ven a los que sufren, a los que creen, a los que no creen, a nosotros, a esta comunidad, a mi alma.

   San Josemaría escribió a este propósito: "Como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Echamos de menos su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora largamente, cuando se compadece de la muchedumbre".
Es verdad que Jesús dijo: "Yo estaré con vosotros hasta el final", pero se ha quedado de un modo que nos puede desconcertar o incluso decepcionar. Pero si lo pensamos es el adecuado, y así lo dijo él: "os conviene que yo me vaya". Jesús se va porque la historia es verdad, porque la realidad es real y las cosas que hacemos, la vida que vivimos -y que él vivió también-, son realies y no un juego de niños, un juego de magia. Los niños dicen después de inventarse un mundo fantástico y vivir en él durante un buen rato: ya no juego. Cometen un error, buscan en perdón, y ya no ha pasado nada. Se dan un golpe con la mesa, lloran, su madre les acaricia el sitio del golpe y se lo besa y le dice: ya está; y efectivamente, deja de dolerle. Pero eso no es real.

   Jesús se va porque la historia nos toca a nosotros. Él no ha venido a cumplir nuestra tarea, sino a mostrarnos cómo se hace, a darnos su fuerza, para que asumamos nuestra responsabilidad. La presencia de la fuerza divina no es un refugio de la pereza o de la irresponsabilidad. Hace poco me enviaron una foto de una rana tumbada boca arriba con las patas delanteras sobre la tripa y aspecto apacible. El cartel de texto decía: "Tengo una duda: ¿Los flojos vamos al cielo o nos vienen a buscar?"

San Josemaría añadía en ese texto: "Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa". Jesús está con nosotros, junto a nosotros. Sobre todo en el pan y en la palabra: en la eucaristía y en la oración. Búscale a diario y verás. Juan Udaondo me contó que cuando era joven, la segunda o tercera vez que se encontró con con san Josemaría en Valladolid, en un aparte de tertulia le preguntó qué tal iba; al responder que pensaba que iba bien y que estaba comulgando a diario, el santo le comentó simplemente: "¡Ya verás...!". Y él recordaba este "ya verás" entonces, cuando había vivido tantas apasionantes aventuras apostólicas por el mundo. Probemos nosotros y pronto descubrirás que la ausencia del Señor que sientes se debe más a ti que a él mismo, a su invisibilidad. 

Por eso está también en la confesión, en la que uno se limpia la mirada y vuelve a verle, como Tomás, como Pedro, como todos, cuando fueron regresando. Una confesión que comienza en tu interior, con la sinceridad del reconocimiento que tanto cuesta, porque nos auto justificamos siempre. Pasa luego a la sinceridad con Señor, llena de amor y confianza, y por último a la celebración sacramental, al sacramento de la penitencia, en el que el sacerdote representa a un Jesús que escucha, que explica, que anima, que corrige, que aconseja. No la dejemos. Vayamos siempre que la necesitemos, siempre que perdamos la alegría interior, la alegría de estar en paz con Dios: la paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da os la doy yo; no temáis: yo he vencido al mundo.

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