sábado, 26 de octubre de 2013

La justicia de Dios

To 29 c 2013

Jesús les contó una parábola en cuanto a la necesidad de orar siempre y de no desanimarse. Les dijo: "En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a nadie. En esa misma ciudad había también una viuda, la cual acudía a ese juez y le pedía: "Hazme justicia contra mi adversario." (Del cap. 18 del evangelio de san Lucas)

 Queridos: una vez más Jesús nos habla de la oración. ¿Os acordáis? Hace unas semanas nos traía la liturgia aquello de "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. ¿Quién de vosotros a quien su hijo le pide un pan le da una piedra?...". Nos invitaba a creer en la bondad de Dios, que es como un padre. Nos revelaba que Dios no es una especie de Algo ("tiene que haber algo...", dice la gente), sino Alguien. Y no sólo creador, sino también y sobre todo Padre: Creador Padre, Redentor mío… Él nos escucha siempre, nos conoce y le importamos, se ocupa de nosotros y nos quiere. Esto es "fuerte" -como dicen los chavales-, pero es precisamente lo que se nos ha revelado, y es la base de todo lo demás.
En aquella ocasión nos hablaba -digo- de confiar en Dios, que es Padre. Esta vez, en cambio, nos habla de perseverar, porque Dios es justo y bueno, porque nos hará justicia. Nos lo explica con esta pequeña parábola casi cómica, que seguramente hizo sonreír a la gente, ese juez inicuo que , injusto, que acaba haciendo justicia sólo por hartura. Y pide a sus oyentes -a nosotros- que reflexionen: ¿pensáis acaso que Dios es más sordo a la justicia que vosotros, que ese hombre?... De nuevo Jesús, abriendo el velo del misterio de Dios, nos revela su corazón… ¡Claro que Dios os hará justicia! La justicia es parte del amor (como el amor es, en cierto modo, parte de la justicia). Juan Pablo II escribió que no hay verdadera caridad si no se busca la justicia, pero que, al mismo tiempo, la dignidad del ser humano pide que cada hombre sea tratado con verdadera caridad y respeto.

La justicia de Dios, nuestra esperanza
Dios nos hace justicia, vela por nuestra justicia. ¡Qué maravilla! Cuánta paz nos da esto: Dios cuida de mi, Dios me hará justicia: satiabor cum evigilavero in conspectu tuo (salmo 16): "Al despertar, me saciaré de tu semblante". Es la paz de los santos, de los mártires, de los que entregan su vida, de los que han perdonado y los que han soportado sin vengarse: Dios es mi justicia, Dios me hará justicia. Descansemos en Dios siempre. Dios no es simplemente bondadoso, bonachón, una especie de Papá Noel que se ríe pero que en realidad no arregla nada ni puede. Ciertamente, tiene un corazón infinito, y sutil, que conoce el corazón del hombre, lo mira cara a cara, más allá de la  incluso de la propia ley, para perdonar y disculpar… Pero a la vez, de Dios no se burla nadie: Dios hace justicia, sabe hacerla. No la hace como nosotros, que en realidad no podemos evitar el mal hecho, aunque impongamos una compensación al culpable, sino que premia maravillosamente al inocente: Dios es nuestra justicia y en ella podemos descansar. Y nos pide que creamos en ella como creemos en el amor. Eso es la esperanza.
Pero este discurso de Jesús termina con una pregunta inquietante: ¿pero cuando venga el Hijo del hombre hallará esta fe sobre la tierra?". Esta pregunta no es simplemente retórica, aunque tenga ese tono. De hecho, mira a la Cruz que ya comienza a perfilarse en horizonte. Cristo está hablando de la justicia de Dios, de un Dios que hará justicia a la sed de justicia de sus hijos, de los creyentes. Está hablando de una justicia trascendente o escatológica, está hablando de la justicia de Dios, pues él no suple la nuestra, ni la hace a nuestra manera. Es verdad que no tarda en hacerla, pero no debemos pensar en ella como un recurso fácil, mágico, que suple la justicia humana. Todos tenemos el deber de buscar la justicia, de luchar por ella; más aún: de ser justos nosotros. Lo que nos dice Jesús es que hay una justicia -la de Dios- que es definitiva, última, y plena: no sólo impone una sanción al culpable, sino que resarce plenamente al inocente. Y nos pide que confiemos en ello y vivamos en paz, que tengamos paz, si tenemos fe, si confiamos en él. Pero, ¿encontrará en nosotros ese hijo, ese creyente? ¿No somos nosotros mismos quienes oprimimos a otros, los despreciamos, los maltratamos... y luego clamamos por la justicia de Dios y le echamos en cara su tardanza? 
Como siempre ocurre al hablarnos de la oración, Jesús nos revela sobre todo cómo es Dios y nos pone frente a nosotros mismos: él es Padre, sí. Y tú ¿eres hijo, lo esperas todo de él? El es redentor, y justo, sí.  Y tú, ¿confías en esa justicia, o sólo buscas la humana, la que puedes imponer y te puede satisfacer ya aún a costa de dañar al otro?



miércoles, 23 de octubre de 2013

Enciende tu fe. Comparte tu luz

Curso de continuidad catequesis de adultos YOUCAT en la Parroquia de San Josemaría



¿CREO EN IGLESIA? 

El misterio de la Iglesia, fundada por Cristo, formada por pecadores.
¿Creo a la Iglesia o en la Iglesia? ¿Es Una, Santa,  Católica? ¿Qué tiene que hacer la Iglesia? ¿Hay que reformar la Iglesia?

Todo esto y más en los Cursos de continuidad de la catequesis de adultos y YOUCAT
Lunes alternos, a partir del lunes 28 de octubre, de 7,45 a 8 de la tarde, en El Lateral de la parroquia de San Josemaría

Programa

1.    La fundación de la Iglesia
2.    Las notas de la Iglesia
3.    La pertenencia a la Iglesia (identidad cristiana)
4.    La organización de la Iglesia

Matricúlate (es gratis):
Envía un email con tus datos personales a a info@sanjosemariaparroquia.org

O bien, traenos una ficha de inscripción estándar al el despacho de la parroquia

martes, 8 de octubre de 2013

¡Betania!

Domingo TO 16 c
Yendo de camino, entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa. Esta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra. Pero Marta estaba atareada con muchos quehaceres, y acercándose, dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude. Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, estás afanada y turbada con muchas cosas, cuando en realidad hay sólo una que sea necesaria.


Hoy en el evangelio llega nuestro oído un nombre de resonancia maravillosa: Betania. Vive allí una mujer, Marta, que aloja en su casa a Jesús y a sus discípulos, peregrinos en Jerusalén. Marta tiene dos hermanos: María y Lázaro. Entre Jesús y esta familia nace una profunda amistad, llena de confianza y ternura. "Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro", nos dirá con sencillez el evangelio, para explicar por qué Jesús decide regresar a visitarles desde el otro lado del Jordán. Lázaro está enfermo, moribundo -le han comunicado las hermanas-, y Jesús regresa, a pesar del peligro que suponía en ese momento acercarse a Jerusalén. También cuenta el evangelista que en el banquete que ofrecen a Jesús para celebrar la resurrección milagrosa de Lázaro, que había muerto antes de que Jesús pudiera llegar, su hermana María unge amorosamente la cabeza del Señor con una libra de perfume de nardo, después de romper el frasco en que lo guardaba. "Toda la casa se llenó de la fragancia del perfume", comenta el evangelista.

Amor de amistad
¡Betania! El sitio de descanso para Jesús, el lugar de la amistad, el ambiente en que la oración se convierte en charla llena de confianza, el sitio donde la amistad se hace milagro, el desagravio se materializa en perfume, y la confidencia termina en conversión. ¡Qué bien se está en Betania! Yo quisiera regresar allí todos los días un ratito al menos. Al titular de nuestra parroquia, san Josemaría, le emocionaba esa amistad. Decía: me gustaría que todos nuestros sagrarios fueran Betania: el lugar donde Jesús se encuentra como en su casa y nosotros estamos como en la gloria. Ojalá la Iglesia entera fuera Betania, ojalá lo fuera esta parroquia, ojalá lo fuera mi corazón. ¡Betania!
Visualmente, Betania está cerca de Jerusalén. Cuando uno está por allí puede hacerse una idea bastante concreta de esa proximidad, y es fácil comprender que no siempre regresaría Jesús hasta allí para dormir, pues está un poquito lejos. Y, definitivamente, bastante lejos de la región del Jordán, donde Jesús se se había refugiado del peligro que se cernía sobre él, y hasta donde le llegó el recado de las hermanas: "Aquel a quien amas ha enfermado", tu amigo Lázaro se está muriendo, ven…
¡Betania! Hoy nos cuenta el evangelio la queja de Marta ante Jesús en un pasaje que probablemente corresponde en los primeros momentos de de la relación del Señor y sus discípulos con esa familia. Marta ha alojado al grupo viajero y asume a fondo el papel de anfitriona, mientras María se ha quedado oyendo a Jesús, a los pies, entre los demás discípulos que se han sentado alrededor. Marta no se limita a llamar discretamente a su hermana, sino que se dirige en público a Jesús, con un reproche que, indirectamente, también afecta al Maestro. Pero el Señor no cede ni se pliega ante la queja; al revés, y con delicadeza le sugiere a Marta que también ella debería estar escuchándole a él en ese momento.
Hospitalidad
En el contexto litúrgico de hoy, sin embargo, no es tanto el equilibrio entre oración y acción, sino que es un elogio de la hospitalidad, como habéis escuchado en la historia de Abrahan en Mambré.: el que abre las puertas de su hogar -de su corazón- al peregrino, puede que en realidad las esté abriendo a Dios mismo. O también: el corazón humano bueno, recto –salmo- se convierte en lugar en que Dios reposa, y donde se produce la confidencia, incluso la vocación. Quien es hospitalario, acaba hospedando a Dios. Es una alabanza de Marta y su familia: sólo quien es verdaderamente humano es capaz de comprender a Dios, porque Dios es más humano incluso que nosotros. Un corazón duro no lo entiende. No caben los egocéntricos, los egoístas, los insensibles, los duros de corazón, escribió alguna vez san Josemaría.
Betania nos trae también el recuerdo de la Ascensión: según los evangelios, fue camino de Betania donde Jesús los condujo por última vez, antes de ascender desde el lugar que conmemora actualmente un pequeño templo circular casi en la cumbre del monte de los olivos. Y en Betania, dice la beata Emerick, se hospedó María, la madre de Jesús, que habría vivido con aquellos amigos del Señor durante los tres años siguientes… ¡Quién sabe! Quien hospeda alguna vez a Jesús, acaba quedándose luego junto a su Madre... 



lunes, 7 de octubre de 2013

Robert Hugh Benson. Confesiones de un converso

 
Hugh Benson (1871-1914), como era conocido en su familia, fue hijo de uno de los principales dignatarios de la Iglesia de Inglaterra. Ordenado como presbítero de esa iglesia, sufrió una progresiva conversión al catolicismo que culminó con su admisión en la Iglesia católica cumplidos ya los treinta y dos años, en 1903. Su proceso interior tiene reminiscencias con el del gran J.H. Newman, cuya historia influyó directa o indirectamente en muchas de las conversiones al catolicismo que se produjeron en las décadas posteriores.

   En la obra que reseño, se narra de un modo sucinto y ameno (y un poco dispar, según los capítulos) su proceso interior. Hay que decir a su favor que lo hace de un modo menos confuso de lo que puede resultar, por ejemplo, para un lector hispano, la "Apologia pro sua vita" de Newman.

   Benson era un hombre piadoso y muy culto, pero además, perteneciendo a una familia de escritores, él mismo escribía muy bien: de una forma simple, elegante y ordenada. Hay publicada en castellano una obra espiritual suya, La Amistad de Cristo, que está formada por meditaciones sobre pasajes evangélicos. Siendo un escritor de cierto éxito, publicó también novelas,  poemas y obras de teatro, algunas veces con intención apologética o doctrinal; la más famosa de ellas fue una antiutopía, Lord of World, "El señor del mundo", o "El amo del mundo", según las traducciones. Trata sobre un "mundo feliz" y pacífico en el que se produce una progresiva desaparición del mensaje evangélico,  no por vía de persecución ni de tibieza, sino por un sutil conformismo ante un elegante relativismo revestido de mundanidad.

   Tanto asustó a algunos de sus paisanos católicos esta ficción fantasmagórica del final del cristianiso, que se sintió impulsado a escribir otra ficción -de menos valor literario y doctrinal, desde luego- justo en sentido contrario.