sábado, 13 de diciembre de 2008

¿A quién ofende un crucifijo?

Desde mi punto de vista, la sentencia que el mes pasado mandó retirar los crucifijos de las aulas de un colegio público por la demanda presentada por uno de los padres (en contra de la voluntad del resto), por tratarse de un centro público, es un error y se basa en un error jurídico. Trataré de explicarlo. La presencia de un crucifijo en las aulas, aunque evidentemente no sea necesaria, no es objetivamente ofensiva para nadie, al revés, ni tiene por qué considerarse una imposición religiosa, sino más bien una manifestación religiosa, que es algo muy diferente. La quisquillosa demanda de un particular que exige que no haya ninguna manifestación religiosa en la escuela es abusiva. En la vida social hay muchísimas (fechas, nombres, palabras, fiestas, edificios, símbolos…), y considerarlas impositivas es desconocer que las sociedades y las civilizaciones tienen una historia y una realidad social, la que sea, con múltiples manifestaciones, y es excesivo que un ciudadano individual pretenda anularlas sin más, aunque le disgusten un poco, o que el Estado (un juez, en este caso) pretenda prohibirlas, mientras no sean dañinas sino genuinas manifestaciones de esa civilización. De otro modo, cualquiera podría pedir que se retirasen otros signos por un motivo igualmente subjetivo.
A mi juicio, el poner o mantener los crucifijos debería ser decisión de la comunidad escolar y no del Estado (como por otro lado sugiere la legalidad vigente). Y que conste que no me importaría que junto al crucifijo estuviesen presentes, si llegase a haber en la sociedad o en esa comunidad una presencia significativa por ejemplo del Islam o del Confucionismo, algunos de sus símbolos. Me explicaré: el Estado ha asumido como tarea propia la universalización de la enseñanza de un modo directo, es decir, encargándose él mismo de realizarla, y me parece bien. Pero la educación -que es más que la enseñanza, aunque la incluye y está íntimamente relacionada con ella-, es un deber y un derecho primordial de los padres, de los ciudadanos en cuanto padres. Por otro lado, toda educación está penetrada por una idea de la vida, del valor del hombre, del sentido de los bienes materiales y su uso, del cómo habérselas con el mal, con la muerte, del uso de la libertad… que no las crea el Parlamento; su raíz es la convicción de la trascendencia. De esas ideas derivan y dependen los Derechos Humanos (y no al revés por cierto). Por eso el Estado debe ser, en efecto, laico y aconfesional, pero no así la enseñanza que se imparte en sus escuelas, que debe ser, cuando menos, respetuosa con la sociedad que esos ciudadanos forman, tal como es; especialmente con lo valioso de ella y de su historia. No es aceptable que se me diga que si quiero símbolos religiosos me vaya a la enseñanza privada, porque la enseñanza pública es también mi enseñanza, es la de todos, no sólo de los que tienen un concepto agnóstico de la educación. La persona increyente tampoco tendría por qué imponer sus ‘símbolos’, es decir, su falta de signos. Más bien tendría que haber una convivencia ordenada y respetuosa. La Cruz, por lo demás, es el símbolo más universal y positivo de la civilización (mal llamada) occidental, representa a la persona e ideas que están en su origen, a su fundador podríamos decir; significa el amor al hombre y el perdón como medio de redención, reivindica el respeto a su dignidad, la libertad del poder, la esperanza en la resurrección: es la mejor base para la alianza de civilizaciones y para la concordia entre creyentes e increyentes, no una amenaza. En cambio, la educación ‘neutral’ no es tampoco neutral: no es ese desde luego el punto de encuentro.
Es verdad que, hipotéticamente, en algún momento los símbolos religiosos o ideas religiosas podrían llegar a convertirse en peligrosas para la convivencia y ahí desde luego debería intervenir el Estado, cuya misión es la alta dirección y protección de la convivencia en paz y armonía. Pero no tiene sentido sospechar sistemáticamente de ellas; eso sí sería ofensivo y opresivo para los ciudadanos creyentes.

domingo, 22 de junio de 2008

Imponer un nombre

Critico la equiparación de las uniones de personas homosexuales al matrimonio, según la Ley que se aprobó en esas fechas en España. Opino que la imposición del lenguaje por favorecer la 'sensación' de normalidad a que aspira la militancia homosexual, es injusta porque la imposición por ley de los hechos culturales es cercana al totalitarismo. Alerto sobre la tendencia a considerar que una ley permisiva sólo afecta a los interesados dejando libertad a los demás: todas las leyes, por el propio significado de lo que significa una Ley nos afecta a todos.
(Este artículo fue publicado en 'El Correo' y 'El Diario Vasco', el 29 de junio de 2005)

   Es loable garantizar la libertad individual y ampliar los derechos. Es un empeño irreprochable lograr que no se discrimine y sean respetadas socialmente las personas con una inclinación homosexual asumida en ejercicio de la propia libertad. Con imaginación, incluso se pueden conseguir reformas legales que eviten injustas discriminaciones en diversos aspectos jurídicos que reclaman. ¿Por qué, sin embargo, 'obligarnos' a todos 'por ley' a llamar matrimonio a una situación que jamás ha sido considerada tal? 

   ¿No es un abuso de autoridad que alguien, aunque sea un Parlamento, 'imponga' el significado de las palabras? ¿No se ha roto «el necesario equilibrio entre la ampliación de los derechos civiles de la minoría homosexual y la salvaguarda del interés general», como ha afirmado muy sensatamente una senadora del PSC, Mercedes Aroz?Efectivamente, la reforma del Código Civil que se ha impuesto supone la equiparación o, mejor dicho, la identificación de las uniones homosexuales con el matrimonio. Así lo expresa lacónicamente la nueva redacción del Artículo 44: «El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo». 

   La reforma no consiste tanto en extender un derecho, sino en establecer una indefinición jurídica. Por supuesto no se trata de una indefinición casual, sino la creación de un pie forzado que permita la acogida en la figura jurídica del matrimonio de algo que toda la Humanidad ha considerado hasta ahora como otra realidad distinta del matrimonio. 

   Para lograrlo se lleva a cabo una especie de 'deconstrucción' del matrimonio: el sexo (no hablo de la sexualidad, sino del género) deja de ser relevante en su definición. Podríamos preguntarnos qué es entonces lo relevante, qué es lo que define jurídicamente el matrimonio, incluso qué es lo que lo hace merecedor de una definición jurídica. ¿Por qué se ha mixtificado la definición de matrimonio tan radicalmente? Se argumenta que se trata de terminar con una discriminación secular, pero esto no parece tener fundamento: a nadie se le prohíbe el matrimonio, no existe discriminación alguna; tampoco se impone, ni se le impide a nadie buscar e instaurar otras formas de vida en común. ¿Por qué entonces privar a las cosas del privilegio de su propio nombre? 

   George Orwell, en '1984' o en 'Rebelión en la granja', ironiza amargamente sobre las tergiversaciones ideológicas que el poder ejerce a veces sobre el lenguaje común para ocultar una realidad que se quiere negar. ¿Qué se busca? Quizá la respuesta esté en las manifestaciones de algunos conspicuos militantes del movimiento gay cuando han sido entrevistados: 'A nosotros no nos interesa en sí el matrimonio, lo que nos interesa es la igualdad'. ¿Por fin llegamos al meollo! Es decir, les da un poco igual que se cree un registro para sus uniones, que se les garantice no ser perjudicados en asuntos jurídicos, económicos, etcétera. En realidad, todo eso les parece completamente secundario a la hora de la verdad, pues, en realidad, todo lo que echan en falta y les sirve de argumento para reivindicar el matrimonio monoparental lo podrían obtener sin matrimonio. Lo que en realidad parecen desear es, sin más, que su unión sea socialmente considerada idéntica al matrimonio, 'por ley', que la ley diga o 'dicte' esa identidad que tal vez jamás conseguirían culturalmente.El Gobierno que lo promueve defiende, en cambio, ingenuamente, que no se trata de ningún cambio para el matrimonio, sino de la 'ampliación de un derecho' a un colectivo ciudadano, que en nada restringe ni modifica los derechos de los demás. Pero eso no es del todo verdad. Todas las leyes positivas afectan a todos los ciudadanos al crear, al menos potencialmente, algunas o muchas obligaciones. Es cierto desde luego que no se obliga a nadie a casarse con alguien del mismo sexo, pero también es cierto que jurídicamente, por ejemplo, se nos obliga a todos -incluso a quienes no piensen así- y a la sociedad, al 'sujeto político', a considerar esas uniones como si fueran matrimonio. Más allá de una 'political correctness' -que ya existía- se crea una obligación jurídica y, por tanto, una nueva moralidad impuesta e imponible por ley. Hace unos meses, un brillante pensador y político italiano fue sometido a un vergonzoso proceso inquisitorial laico (con examen público de pensamientos y juicios morales internos) en el Parlamento europeo; se inquirió indecentemente si él pensaba que la homosexualidad era un pecado, y al descubrirlo fue inmediatamente censurado y vetado. Dentro de poco será ilegal enseñar en la escuela que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. ¿Es soportable que lo cultural se imponga por la fuerza de la ley? ¿Puede un Parlamento crear la verdad, el significado, e imponerlos a los ciudadanos?A partir de ahora, 'por ley' no podré yo, ciudadano, decir que eso no es un matrimonio. Se trata, pues, de la imposición que me afecta: es más, se trata de una opinión moral, por cierto la que hasta ahora ha sido completamente minoritaria; tanto que es inédita en la historia de la civilización. No es que se nos imponga a todos el respeto a las personas homosexuales, de manera que no sean nunca maltratados, insultados, injustamente discriminados; no es que se facilite su situación de convivencia, si quieren asumir la homosexualidad como forma amorosa... No, sino que se impone a la fuerza -la fuerza de la ley- la respetabilidad moral de una conducta a base de equipararla obligatoriamente, 'por ley', a una institución respetable.Aunque es poco probable que consigan doblegar la rigidez del Gobierno, hay que agradecer a la inmensa mayoría de las organizaciones familiares que hayan dado la batalla dialéctica en esta cuestión, en la que en la mayoría de los partidos y de medios de comunicación ha prevalecido el apoyo a la medida, tal vez pensando que contenta a algunos y no hace mal a nadie. La gente parece decir: 'Es cosa de ellos, que hagan lo que quieran'; como si el asunto no afectase a la entera sociedad. También a las iglesias, especialmente a la Iglesia católica, que ha asumido el papel menos apetecible de la crítica desde el primer momento. Ni su doctrina es homófoba (por el contrario, su juicio sobre la homosexualidad es muy matizado y respetuoso), ni le hace especial ilusión gastar su predicación en estos temas, que no son desde luego los primordiales de la vida de la Iglesia (casi al mismo tiempo que su última nota sobre la ley de marras, por ejemplo, sacó otra sobre la inmigración que nadie del Gobierno o de los periódicos se molestó en comentar); pero se ha atrevido a cargar con el coste de impopularidad que conlleva la valentía de ir contracorriente y someterse a un linchamiento mediático.

La cita de Valencia

A propósito del Encuentro Mundial de las Familias, organizado por la Santa Sede en Valencia reflexioné sobre la necesidad de considerar el tema de la familia como un 'patrimonio de la Humanidad'. También hice unas consideraciones sobre el actual modo de expresarse, hablando de 'modelos de familia', para referirse al debate sobre el pluralismo de posiciones y vivencias actuales.
(Publicado en El Correo, el domingo 9 de julio 2006)

Durante estos días se ha celebrado en Valencia el Encuentro Mundial de las Familias, un evento organizado por la Iglesia católica, del que en esta quinta edición es anfitrión nuestro país. Una cita periódica que podría afianzarse y hasta popularizarse en la Iglesia, como ya ocurrió con la Jornada Mundial de la Juventud: un espacio festivo, de reflexión e impulso, de afirmación y visibilización de una realidad humana que aparece un tanto postergada en la vida social y política, incluso en su 'imagen' pública, y que sufre también el embate de una deriva cultural individualista y hedonista. La familia, su realidad originaria y su imagen, deberían ser protegidas como un bien necesario, tanto al menos como lo es el medio ambiente o el patrimonio cultural; es, como afirmó precisamente Benedicto XVI al asumir la convocatoria hecha por su predecesor, 'patrimonio de la Humanidad'. No es sólo parte del bien común en muchos sentidos, ni siquiera sólo uno de los grandes hitos de la humanización de la especie homo (como podría ser también, por ejemplo, la aparición de lo simbólico); es que además cada ser humano se humaniza en la familia, y esa humanización es lo que le permite integrarse socialmente. La familia concreta, ésta o aquélla, puede hacerlo mejor o peor, o incluso fallar por algún motivo... pero la familia en sí es insustituible. El daño que su desaparición supondría a la Humanidad y a las personas singulares sería inimaginable. Nunca ocurrirá eso del todo, por supuesto, pues la capacidad regenerativa que tienen los 'principios radicales de la sociabilidad humana' (y la familiaridad es uno de ellos) es casi infinita, pero ya sólo su crisis puede representar un gran problema, y producirá -está ya produciendo- 'desastres humanitarios', un enorme y extenso estado de sufrimiento en multitudes de 'damnificados' a causa de la deseducación, el aislamiento y la soledad producidas por la crisis familiar. La fortaleza y salud moral de la institución familiar debería estar por encima de toda duda y de la distinción política entre izquierdas y derechas. Pienso que lo primero que protegería y fortalecería la institución familiar es el sencillo reconocimiento de su estructura original. La teorización sobre los 'modelos familiares' ha dado lugar, a mi juicio, a un error conceptual. La idea de 'modelos de familia' puede ser útil académicamente dentro de un margen: hay indudables matices -sobre todos desde la perspectiva de la sociología o la economía- entre la familia en la civilización romana, la época victoriana o los años sesenta. Pero la realidad originariamente familiar es un prodigio de equilibrios entre lo natural, lo racional y hasta lo espiritual, algo tan complejo y perfecto, tan aparente y magníficamente sencillo como una flor: un hombre y una mujer comprometidos definitivamente, abiertos a la vida naciente, y, eventualmente, con sus vínculos afectivos natos hacia sus progenitores y hermanos. Lo demás son modalidades o situaciones que pueden indudablemente darse, pero que incluso entonces intentan como imitar el original, hacen referencia de una manera u otra a esta realidad originaria, hacerlo 'según el modelo' familiar. Por eso, llamar y dar igual reconocimiento de 'modelos familiares' a esas situaciones como si fueran simples alternativas tan válidas como la originaria, es no saber distinguir precisamente entre el 'modelo' y lo que de algún modo, más o menos lejano, se le parece o lo recuerda o lo intenta recordar; se trata de un cliché cómodo pero ambiguo, y aceptarlo socialmente es el primer paso hacia la desprotección de la genuina dimensión familiar humana. La familia no se inventa; está inventada ya. La genialidad creativa se construye sobre ese fundamento.La cita en Valencia ha tenido y tiene, a mi juicio, el interés de la aportación personal del Papa a esta problemática, sobre la cual el anterior pontífice habló y escribió largamente. Un momento importante y fructífero para la Iglesia, festivo, pacífico, de reflexión y de oración, de comunión y afirmación, abierto a miembros de otras confesiones o a personas sin ninguna pero que comparten en alguna medida la perspectiva cristiana. Ello incluso en esta ocasión, en el que el tema de la convocatoria es: 'la transmisión de la fe en la familia', pues también se podría traducir por la transmisión de la profundidad del vivir, del entender, del amar: la transmisión vertical o generacional de la cultura, podríamos decir, pues si es cierto que la fe no se reduce a cultura, también lo es que una parte importante de la cultura es la fe, y que una fe que no se hace cultura no está viva.Han sido días de inmensa alegría para millones de conciudadanos, sobre todo porque el encuentro ha culminado con la presencia del Papa entre nosotros. Lamentablemente no ha faltado una especie de absurda contraprogramación por parte de grupos radicales; grupos que suelen apoyar (y presionar) al Gobierno. El interés del presidente Zapatero por saludar a Benedicto XVI y hacerse ver junto a él, parece lógico y es de agradecer, porque es presidente para todos los ciudadanos, también para los ciudadanos católicos, hacia los que ha actuado en ocasiones con poco tacto. En sus políticas o sus declaraciones no ha sido siempre afortunado con la Iglesia, y por tanto en buena medida con los católicos, que son ciudadanos como los demás. Creo que se agradecería que, de igual modo que ha desaparecido el confesionalismo en la estructura institucional, también se abandonaran las viejas actitudes laicistas, de suspicacia y desdén hacia la presencia natural de lo cristiano en la sociedad; eso es impropio de quien no sólo debe respetar esa presencia, sino valorala y alentarla, porque los católicos son sus conciudadanos. Casi todos.

martes, 17 de junio de 2008

LA PRESENCIA DE LA IGLESIA EN LA EN LA DISCUSIÓN DEL ETHOS PÚBLICO

Comunicación presentada en el
"
II Convegno di studi della Facoltà di Comunicazione Sociale Istituzionale: Comunicazione e cultura della vita
" (Roma, 28-29 apr.1998) por Jorge Peñacoba, del Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra.
Me propongo en esta comunicación el problema de si es posible y conveniente que la Iglesia se presente como tal en la discusión sobre el ethos social, en particular en los asuntos referidos a la llamada "cultura de la vida".
Un caso recienteEn el pasado mes de febrero, se ha dado en España un caso revelador respecto al asunto que ocupa a este encuentro. Un hombre, tetrapléjico desde hacía bastantes años a causa de un accidente, se ha quitado la vida envenenándose con la ayuda de unas personas desconocidas. El suicidio fue grabado, y la grabación fue remitida anónimamente a una "Asociación por el derecho a una muerte digna"; llegó también a una emisora de TV que la transmitió parcialmente (evitando precisamente las imágenes de la agonía y la muerte) en un "telediario". Este hombre había emprendido hace algunos años -según sus familiares, alentado por la Asociación- una especie de batalla jurídica para obtener de los jueces una resolución que le permitiera ser asistido en su suicidio sin que derivase de ello una responsabilidad penal para quienes lo hicieran. De ese modo, la Asociación tuvo un casus capaz de encender un debate en la opinión pública sobre la legalización de la eutanasia.
a Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal emitió, el 19 de ese mes, una enérgica Declaración, exquisitamente respetuosa con todas las personas implicadas, pero contundente en sus argumentaciones estructuradas en varios niveles: el juicio moral sobre el suicidio; la trascendencia del valor de la vida humana desde el punto de vista antropológico y jurídico; carácter engañoso de la campaña llevada a cabo en la opinión pública por los partidarios de la legalización de la eutanasia... y también la luz que arroja la fe cristiana sobre el sentido y el valor de la existencia terrena.

La reacción de la opinión pública fue más "tibia" de lo que quizá esperaban los promotores de la campaña y se ha disuelto en breve tiempo. Los partidos políticos mayoritarios no se mostraron favorables a la legalización, aunque sí, tal vez, a un eventual estudio parlamentario del asunto (al que, por cierto, un diputado socialista sugirió que se invitase a una representación de la Iglesia). Los comentaristas y editorialistas de los media fueron poco unánimes; pero el caso sirvió para que aflorase, una vez más, el gran argumento laico en estos casos: "no pretendan ustedes (los cristianos) imponer su moral religiosa. Tienen ustedes derecho a exponerla, siempre que sea presentada como tal moral religiosa, es decir, sin fundamento en la común racionalidad humana". Da la impresión de que, a pesar de los esfuerzos de la Iglesia por influir en la cultura de la vida u otras cuestiones, manteniéndose en el plano de la argumentación jurídicopolítica o social, al final se topara con un problema que está subyaciendo previamente: la reivindicación de un ethos social al margen de la fe y de las convicciones religiosas.

Raíces del agnosticismo moral
La pretensión de fundamentar y desarrollar la ética al margen de la fe es, en efecto, una constante de la modernidad, del "esclarecimiento" o ilustración, en paralelo al logro de la autonomía en las ciencias y en todos los aspectos de la vida social. Dentro de este esfuerzo, que en muchos casos ha concluido en una disolución de la ética en el positivismo, tal vez puedan rastrearse dos fuentes o lineas argumentativas diversas aunque realacionadas: una, que arrancaría del etsi Deus non daretur; la otra, del concepto kantiano de autonomía. La primera fuente, la que nace del etsi Deus... está originada sobre todo en la preocupación por el ethos social, por el problema, digamos, de la convivencia, de la posibilidad de compartir los valores en la convivencia, que exigiría poner entre paréntesis las propias convicciones "no racionales" (heredadas, culturales, religiosas), sometiendo la cuestión de la normatividad moral a la universalidad del análisis de la razón que parte de sí misma, sapere aude! y que desemboca en la contemporánea "moral dialógica".

En este primer planteamiento de la cuestión -que también se da en Kant-, la relación del ethos de una sociedad plural (como ha de ser toda sociedad, si queremos reconocer la libertad religiosa y la libertad de las conciencias) con las religiones reveladas es potencialmente conflictiva, pero no imposible en lo que se refiere a sus contenidos. Todo se reduciría a pedir a los creyentes algo tan razonable (incluso desde el punto de vista de la religión cristiana) como "eliminar (de la discusión racional sobre el ethos) la contingencia del acto de fe, e interpretar racionalmente la totalidad de su aportación". De este modo, la religión pretendidamente revelada, una vez "sometida a la prueba de la universalidad", dará -según una idea muy querida por muchos de los ilustrados- un nuevo precipitado: la religión natural.

La inocencia de este postulado es sólo aparente, y no solamente porque haga superflua la revelación. En efecto, el etsi Deus non daretur como punto de partida en la discusión sobre el ethos, es de evidente utilidad en una praxis social respetuosa con la libertad religiosa y de las conciencias. Pero si, a partir de su aceptación, se exige además que en la elaboración racional de la ética se excluya la existencia de Dios o, al menos, su lugar en la fundamentación del deber moral, éste lugar absoluto no puede ser ocupado más que por la Voluntad humana o por una "representación" del absoluto en un Ideal humano, deseado o alcanzado culturalmente, pero sometido en última instancia a la Voluntad humana, es decir: sin fundamento absoluto. El deber moral seguirá percibiéndose en la conciencia como aquel que es absoluto, incondicionado, pero sin poder decir por qué lo sea.
En el film Terminator 2. El día del juicio (1991) de James Cameron, el niño protagonista dice al robot quasi humano: --"No puedes andar por ahí, matando gente", y el Terminator responde --"¿Por qué no?". Y el chico no sabe qué responder a la pregunta; lo único que dice es --"Simplemente, no puedes". Y Cameron comenta: "lo que nos hace humanos es, en parte, nuestro código moral". Es cierto en parte, pero sería más adecuado decir: es la existencia del código moral que la conciencia nos revela lo que nos descubre que somos humanos: descubre el "don", lo dado. En el agnosticismo moral, en cambio, afirmamos con poca lógica ilativa: no somos humanos, sino que nos convertimos en humanos al crear un cierto código moral , cuando sería más lógico afirmar que somos capaces de crear un código moral precisamente porque somos humanos. Aunque se diga que renunciar al codigo es volver a la ley de la selva, a la ley animal, se trata de una afirmación retórica: nunca dejamos de ser humanos, aunque seamos "malos humanos".

El laberinto a que conduce la exlusión del "don", la exclusión de Dios (aunque sólo sea metódica) en la fundamentación de la ética, está muy sinceramente planteado en el conocido diálogo epistolar entre Umberto Eco y el Cardenal Martini, que éste concluye con las palabras de Sartre: con la "desaparición" de Dios "desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no puede existir un bien a priori, porque no hay ninguna conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no se deba mentir" . Es posible buscar un quid naturale, un proprium del hombre dejando al margen las concretas creencias religiosas, pero no dejando de lado el carácter creatural del hombre; Nieztche afirmaba que "la naturaleza no tiene ninguna opinión sobre el hombre". En efecto, o la tiene Dios y está inscrita en el acto creador, o la crea el propio hombre y la añade al factum impersonal de la evolución de la materia en un salto cualitativo inexplicable. Es legítimo excluir las creencias singulares acerca de Dios de una discusión pública sobre el ethos, pero excluir positivamente la existencia del acto creador lleva inevitablemente consigo autoconstituirse en legislador positivo de la moral excluyendo su objetividad y, en consecuencia, el carácter de absoluto del deber.

En conclusión: establecer una discusión sobre el ethos condicionada al etsi Deus non daretur tiene una legitimidad restringida, pragmática, en la que permanentemente acecha un peligro: trasladar a la propia inteligibilidad de la ética la condición impuesta a la discusión sobre ethos (dando lugar a una reflexión sobre la moral en la que se prohibe que intervenga la idea de creación o de la inteligibilidad de Dios); para hacer luego el camino inverso: de la ética -ya vacía de Dios como fundamento posible- al ethos. Entonces nos encontramos con que la discusión será ya "entre dioses", entre "absolutos". Su razón última no podrá ya ser la perfección del hombre de acuerdo con el "don" recibido -ser persona-, sino establecer la posibilidad de las libertades: "a fin de que la ´libertad igual´ de todos los componentes del grupo humano pueda estar garantizada", dice E. Guisán citando a Russell. La ética se disuelve en ley positiva con un fondo utilitarista, o emotivista, o estético; y la dignidad de cada hombre queda reducida a la postulación de un derecho positivo a la libertad individual y, tal vez, a la compasión. Tal vez por ello, la clave de la fundamentación liberal del ethos es: ley (protección de la libertad individual) y bienestar (servicios comunes); paz (defensa) y prosperidad (economía y comercio externo). Ciertamente, como ha mostrado J. Ratzinger, "el Estado no es fuente de verdad ni de moral", pero "el fin del Estado no puede ser tampoco garantizar la mera libertad sin contenido. Para establecer un orden de convivencia razonable en el que se pueda vivir, el Estado precisa un mínimo de verdad y de conocimiento del bien que no se puede someter a manipulación".

La otra gran fuente de la pretensión ilustrada, la kantiana, no tiene una intención directamente pragmática y, por ello, más que al ethos se refiere directamente a la ciencia ética. En efecto, la cuestión de la autonomía moral tiene en Kant un sentido primordialmente epistemológico: la norma moral no se conoce más que en y a partir del apriorismo de la estructura de la razón. Pero tiene un segundo sentido, ya propiamente moral, a saber: el carácter inmoral de la heteronomía, sea del eudemonismo o del obrar por el premio, o por la amenaza o la orden de otro. Esta segunda fuente, en apariencia menos hostil a la pretensión religiosa, ha derivado en muchos casos hacia un radicalismo, bien representado en España por Esperanza Guisán en la obra citada anteriormente. Se trata de un trabajo académico que arranca de la preocupación por el vacío de valores morales provocado por la secularización . Y es que la justificación religiosa de la moral basada, según ella, en sanciones sobrehumanas es la que ha provocado el vacío de normatividad, al caer los dioses. En realidad -afirma- una normatividad moral basada en la sanción suprahumana no es verdaderamente moral, "como ya había sido adelantado por Kant, o es postulado en nuestros días por John Rawls". En realidad, "es solo liberándose de todos los dogmas religiosos, aprióricos y sobrehumanos, como podremos comenzar a realizar una filosofía moral y a ser, consciente y deliberadamente morales". En una revisión de este trabajo, menos académica y más divulgativa, radicaliza sus posiciones con una inusitada acusación a las religiones reveladas y sintetiza su argumentación en la tesis: "Si Dios existe, la ética ha muerto", con una provocativa (y sofística) paráfrasis del famoso texto de Los Hermanos Karamazov: la existencia de Dios impediría la autonomía del hombre y, por ende, una motivación ética plenamente humana. Quizá nadie haya expresado tan crudamente, como en un negativo fotográfico, la crítica cristiana a la ética laica, a saber: sin Dios, la ética no es más que voluntad humana; no deber, sino querer; no inteligencia del bien, sino arbitrio más o menos inteligente. Sería bueno aquí recordar las consideraciones de la Gaudium et spes acerca de la autonomía de la realidad terrena (n. 36). En realidad, como afirma Cortina en un argumento un tanto ontológico, la misma idea de dignidad del hombre está en relación con la idea del valor absoluto y, por tanto, abierta a Dios, porque "la determinación del dato ´persona´ como valor absoluto es incoherente sin contar con categorías que la ponen en relación con Dios".

Crítica a la pretensión del ethos agnóstico

Así, pues, la clave de la ética laicista no podrá ser otra que "libertad y autolegislación", entendida como autolimitación; la ética adquiere un valor cuasi técnico. Pero vayamos a la premisa que opera ocultamente, que es la del carácter irracional e ininteligible de toda religión y de toda fe, y, consiguientemente, de toda discusión ética en la que una de las partes se encuentre afectada por ellas; cualquiera que se presente a la discusión racional en esas condiciones es, en efecto, sospechoso de no pensar por cuenta propia a no ser que haga un expreso acto de autonomía intelectual respecto a su propia religión y su propia fe, o reconozca al menos la premisa de irracionalidad.

Sorprende la generalización. Sorprende la escasa atención que no pocos de estos pensadores dedican al estudio de la originalidad de la fe específicamente cristiana, de su específica incidencia en la reflexión ética y de su específica pretensión respecto al ethos social, profundamente inteligibles y respetuosas con la libertad religiosa, tanto individual como social (por mucho que esta libertad no haya sido comprendida o vivida históricamente en el propio ámbito de la cristiandad). La racionalística reducción ad unum de todo fenómeno religioso, reducido a su vez a un corpus de dogmas morales, a una especie de legislación olímpica mediada por un clero abúlico bajo la amenaza de un premio y un castigo ultra y supraterrenos es, sencillamente, pereza intelectual. Es cierto que la enseñanza moral cristiana se apoya en la revelación del designio divino y en la "revelación" en Cristo, al hombre, de la misma identidad del hombre; pero la naturaleza de ambas "revelaciones" es distinta: en un caso manifiesta lo inaccesible, el "designio" de su voluntad salvífica, que no es ethos, sino en todo caso ayuda, perdón y, en última instancia "juicio"; en el otro descubre lo que está ya en la creación; de ahí precisamente el "juicio de Dios" sobre todo hombre, creyente o no, por la rectitud de su corazón: de su conciencia y su obrar . La aceptación de la enseñanza moral no depende de la "contingencia del acto de fe", porque el contenido de la moral es inteligible por definición o no lo es de ningún modo, no es juzgable.

Como afirma Ratzinger, "en la práctica no hay ninguna evidencia racional pura e independiente de la historia" y los Estados "han reconocido y aplicado fácticamente la razón moral de las tradiciones religiosas anteriores a ellos", pero "la apertura a la razón y la medida necesaria de conocimiento del bien es muy diferente en las distintas religiones históricas", y "la cristiana se ha revelado como la cultura religiosa más universal y racional. La fe cristiana sigue ofreciendo hoy día a la razón el sistema fundamental de conocimiento moral, que desemboca en una cierta evidencia o constituye el fundamento de una fe moral (el autor se refiere a una idea de Popper citada anteriormente) razonable y sin el que ninguna sociedad puede subsistir".

Conclusión
¿Es posible el encuentro de la ética cristiana y la laicista en torno al respeto a la vida y a su dignidad? Sin duda merece la pena el esfuerzo, pero es difícil evitar el conflicto. Comenzaré por esto último.

Tanto una como otra ponen en el bien del hombre la inteligibilidad última del ethos; en última instancia, en su vida y su dignidad (que incluye el bien de la libertad erga omnes). Reconocerlo como un datum, como una razón última, exige de alguna manera reconocerlo a la vez como un donum -donum vitae. Probablemente no pueda esperarse esto de quien cierra a la razón el horizonte de la trascendencia. Para él sólo será una reivindicación, una petición de derecho, que sólo puede hacer el que está en condiciones de hacerlo, aquél que es fácticamente libre. Por eso la piedra angular del ethos es para los cristianos el "respeto" incondicional a la vida y a la dignidad, mientras que para la moral laicista será la "autolegislación de los conscientes", con el peligroso equilibrio que se introduce en el propio fundamento de la civilización, peligro del que ya alertó Juan Pablo II en la Veritatis splendor. Este será precisamente el modo de comparecer la Iglesia en la discusión sobre el ethos: señalar la quiebra de los principios básicos de la convivencia que acecha -no necesaria pero sí fácticamente- tras las diversas manifestaciones de la "cultura de la muerte".

Sin embargo, merece la pena luchar por la cultura de la vida, porque es para todos el punto ineludible de encuentro al hablar del ethos. Y no hay que olvidar otra razón, que es de peso decisivo para la Iglesia, a saber: que el propio evangelio es evangelium vitae. Quiero decir: es cierto que el "contingente acto de fe" no es lo único que nos lleva a valorar la vida, pero al mismo tiempo sabemos desde San Juan que es precisamente el amor de Dios a la vida, manifestado en la revelación del misterio de Cristo (presente en su Iglesia), el que contiene la fuerza capaz de suscitar el acto de fe, según aquello de que "sólo el amor es digno de fe" (H.U. von Balthasar).

Por eso, la Iglesia, junto a su participación en la discusión racional, "debe, asímismo, emplear todas sus fuerzas para que resplandezca en ella la verdad moral que ofrece al Estado y para que sea perceptible por los ciudadanos. Sólo si la verdad moral tiene fuerza en la Iglesia y forma a los hombres, podrá la Iglesia convencer a los demás y convertirse en savia para todos".

lunes, 26 de mayo de 2008

Mártires

Este artículo fue publicado con ocasión de la beatificación de un numeroso grupo de mártires de la Guerra Civil española, y ante el debate en la opinión pública eclesial y política que suscitó este iniciativa
(Fue publicado por "El Correo", el 28.II.07 )

Mártir es, en la historia del cristianismo, una palabra muy seria. No es sin más equivalente a héroe o a víctima, aunque a menudo los mártires hayan sido también ambas cosas. Significa originariamente en griego testigo, el que da testimonio. El libro del Apocalipsis lo aplica Jesucristo: le llama 'el mártir -testigo- digno de fe y verdadero' (Apoc 3,14). En efecto, Jesucristo es el testigo del amor de Dios al hombre, sobre todo en la cruz, donde también da testimonio de la verdad de su palabra: no he venido a condenar, sino a salvar. San Lucas afirma que el propio Señor se despide de sus discípulos diciéndoles: 'vosotros seréis mis testigos -mártires- hasta el confín de la tierra' (Hech 1,8). Desde el principio, la Iglesia otorgó ese hermoso título a los que morían inocentemente en las persecuciones que sufrió, a veces por parte de autoridades civiles. Se recogieron y veneraron sus reliquias, se les otorgó un puesto de honor en la iconografía, en la memoria, en la liturgia y, sobre todo, en el corazón de los creyentes. Es lógico y humano, y siempre lo seguiremos haciendo así. No va contra nadie, es afirmación; es orgullo del bueno, no hay nada de odio en ello. Uno de los que ahora vamos a celebrar le escribió a su hermano cuando le hicieron saber su condena: «'véngate' de ellos a nuestro estilo: perdónales de corazón, y hazles todo el bien que puedas y reza por ellos».Son casi quinientos los ahora beatificados, de los aproximadamente diez mil de los que consta que fueron asesinados exclusivamente por su condición religiosa. Sus respectivas 'causas' han sido estudiadas desde hace muchos años con detalle: testigos, actas, papeles, circunstancias, vida anterior... Todo está al alcance de los estudiosos o de cualquiera que adquiera el libro que recoge el resumen de la exhaustiva investigación realizada. No eran combatientes ni militantes políticos, no incitaron a nadie al combate ni a la rebelión, no realizaron ni participaron en ningún acto contra la República, no amenazaron a nadie ni se resistieron con violencia (de muchos de ellos quedaron testimonios explícitos de perdón a sus asesinos), no eran activistas, ni 'ricos opresores'. No eran ni siquiera unos 'conocidos' contra los que sus asesinos tuvieran un rencor particular. Y a la vez, tampoco puede decirse que murieran casualmente, accidentalmente o por error. Fueron asesinados -muchas veces de modo humillante o especialmente cruel- simplemente por lo que eran, religiosos o católicos practicantes, por odio a lo religioso o, más específicamente, a la Iglesia. Precisamente se aduce en ocasiones, a modo de atenuante, que los verdugos pensaban que aquellos pobres frailes o monjas o militantes de Acción Católica representaban de alguna manera a la Iglesia, y, por ende, la España derechista que había que derrotar o incluso eliminar. Pero eso más que excusar les acusa. ¿Qué o quién llevó a esos 'incontrolados' a confundir de tal manera las cosas, a exacerbar ese odio? ¿Sería justificable en un conflicto, en cualquier caso, asesinar a inocentes porque pertenecen sociológicamente a uno de los bandos enfrentados? La realidad, además, es que fueron buscados, perseguidos con una intención determinada e ideológica de hacer desaparecer la Iglesia físicamente: «España ha superado en mucho la obra de los soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada», se cuenta que dijo con orgullo un representante español en un congreso en Moscú.También se suele decir piadosamente que se trató una reacción popular contra el apoyo de la Iglesia a la sublevación militar de julio del 36. Yo no me dedico a la Historia, pero aunque está bien buscar atenuantes a las cosas terribles ('perdónales, porque no saben lo que hacen'), no conviene deformar la verdad. Ese apoyo fue más bien tardío respecto a la mayor parte de los asesinatos, saqueos e incendios, que comenzaron antes de la guerra. Andrea Riccardi, nada sospechoso de connivencia intelectual con lo que representó el franquismo, escribe en 'El siglo de los mártires' (Milán, 2000): «La escalada de los asesinatos fue impresionante: desde el 18 de julio hasta el final de ese mes, las víctimas del clero ascendieron a 861; en agosto, a 2.007, con una media de sesenta muertes al día. En otoño los asesinatos continuaron y a principios de 1937 disminuyeron (...) En ese contexto los obispos decidieron firmar la carta colectiva publicada en 1 de julio de 1937 en que los prelados denunciaban la persecución sufrida y se manifestaban abiertamente partidarios de los 'nacionales'». «La verdad -afirma el Cardenal Tarancón- es que la gran matanza se realizó cuando la Iglesia no se había definido, en ningún momento, por alguno de los dos bandos. Extrañamente todos aquellos muertos suelen atribuirse a la famosa carta colectiva, pero lo cierto fue lo contrario: la carta, de hecho, detuvo prácticamente la sangría (...), en realidad fue la consecuencia de aquellas muertes y no al contrario». No se trató de un movimiento espontáneo o popular. Toda la documentación apunta más bien a que -como la mayoría los mártires del siglo XX- murieron por un odio ideológico sembrado profusamente, cultivado y usado intencionadamente en muchas ocasiones. Reconocerlo no es malo, sobre todo cuando el recuerdo y la reparación no se hace desde la reivindicación, sino desde la disposición al perdón.Hay quien ha afirmado que no es el momento oportuno, porque puede parecer una contraprogramación a determinadas iniciativas del Gobierno. Pero lo cierto es que el proceso ha seguido su curso normal desde hace mucho tiempo, al margen de los eventos políticos. ¿Habría que esperar acaso a que gobierne la oposición? Se ha retrasado de hecho durante mucho tiempo, posiblemente por prudencia: han pasado dos generaciones, se ha dejado pasar el franquismo e incluso la Transición, las primeras alternancias políticas, todo para evitar confusiones. Pero ha llegado el momento, antes de que desaparezcan los testimonios y parientes y amigos más inmediatos de aquellos hombres y mujeres humildes y desconocidos que son sin embargo la gloria de la Iglesia. (También posiblemente algunos de los responsables de aquellos terribles hechos, que puedan sentirse perdonados por sus víctimas). Yo pienso que lo que no es oportuno ni justo es ocultar a los mártires: no se enciende una luz para ponerla bajo un celemín. La beatificación de los mártires del Siglo XX es inquietante e incómoda, porque muestra hasta dónde pudieron llegar la ideologías. También para nosotros, los católicos más bien acomodaticios del Siglo XXI, es inquietante. Pero es una inquietud saludable, por cuanto que nos pone en guardia frente a lo que C.S.Lewis llamó la abolición del hombre, el desprecio por la trascendencia de la persona. En realidad debería ser para todos un motivo de enhorabuena, para cualquier persona amante de la verdad y de la paz, porque nos muestran que hay gente que ha sabido soportar el dolor con humilde y pacífica valentía

jueves, 22 de mayo de 2008

EL PERDÓN Y LA PAZ

Este artículo critica la precipitación y desconsideración con que algunos organismos de la diócesis de Bilbao propusieron acciones pastorales encaminadas a promover la reconciliación ante el proceso de tregua y negociación que tuvo lugar durante esos meses.
(Publicado en el diario 'El Correo', de Bilbao, el Domingo 25.II.2007 )

En la encíclica “Sobre el amor cristiano”, publicada por el Benedicto XVI hace ahora un año, se recoge la objeción que una parte del mundo moderno hizo a la caridad cristiana, y que podría resumirse así: más que caridad, el hombre necesita que se le haga justicia; y, más que contribuir con ‘obras de caridad’ a mantener condiciones injustas existentes, lo que haría falta es crear un orden justo en el que no hagan falta las obras de caridad. Respondiendo a esta crítica, el Papa reconoce que, efectivamente, en el actuar cristiano la justicia debería en cierto modo tener precedencia sobre la caridad. Y no es que esté por encima, pero sí antes. No es que pueda llegar a hacer superflua la caridad (‘el amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa’), pero la hace auténtica. En cambio, encubrir con el nombre del amor cristiano la falta de compromiso con la verdad y con la justicia, sería una especie de sarcasmo.
La paz, el perdón, la reconciliación son indiscutiblemente categorías evangélicas relacionadas con el amor cristiano, y poseen una radicalidad y belleza moral maravillosos. Pero, precisamente por eso, me parece que había que referirse a ellos con prudencia a la hora de aplicarlas a la actual situación política. Por ejemplo, no sé si es bueno aplicar sin más la bienaventuranza de los pacíficos a los que promueven el opinable ‘proceso de paz’; entre otras razones porque, desde el punto de vista teológico, los únicos que probablemente merecen aquí la bendición evangélica de los pacíficos sean las víctimas que han sufrido sin vengarse ni reclamar venganza, marginados y casi avergonzados. Además, en el análisis y el sentir de muchos ciudadanos creyentes, al hablar de ETA no estamos hablando de un conflicto político (aunque lo hubiera) de dos partes enfrentadas, con más o menos parte de razón por ambos lados, en el que haya que hablar y predicar sobre la comprensión, el perdón y la reconciliación entre ellas, sino de una organización que ha ejercido unilateralmente una violencia injusta para imponer una especie de proyecto político. Para esos ciudadanos, más que de hacer la paz se trataría de que les dejen (nos dejen a todos) en paz y en libertad. Y están en su derecho de verlo así. Predicar sobre este asunto en términos de dos contendientes iguales a los que se pide por favor y en nombre de Cristo que se reconcilien y se pongan de acuerdo pacíficamente, ha producido en muchos la misma impresión de sarcasmo, incoherencia y casi burla a la que me refería antes al hablar de la relación entre caridad y justicia. Podrían decir, tal vez con razón: ‘¿por qué no se posicionan ustedes, sin más y netamente, a favor de la libertad real de las personas, en defensa de esa parte de la sociedad que ha sido violentamente amenazada; de los extorsionados, los insultados, los asesinados..., en vez de hablarnos de construir una paz que por nuestra parte jamás hemos vulnerado? ¿cómo pueden hablarnos de esfuerzos por la paz a los que solamente hemos sido víctimas de la brutalidad?, ¿cómo se nos puede sugerir la reconciliación con quienes ni siquiera han dejado de amenazarnos?’.
Se habla de ‘la violencia’, como si fuera un mal estructural, sin culpables. Se habla en nombre de una sociedad que querría la paz, como si fuera víctima de una lucha entre dos grupos banderizos, cuando lo real es un grupo que -apoyado en una ideología demencial e inhumana- amenaza y hostiga a todo el que se atreve a discrepar, sin que una buena parte del resto los haya defendido netamente y con valentía. Aprovechamos las condenas para hablar de otras supuestas injusticias, más o menos reales, pero de otro orden, que podrían discutirse en otro ámbito -y, tal vez, en otras circunstancias-.
La fe cristiana y la gracia tienen tal fuerza que pueden y de hecho llegan a producir en el corazón el milagro del perdón. Pero la Iglesia como tal –fieles y pastores- debería instalarse netamente al lado del que sufre la violencia o su amenaza, y denunciar a los agresores; sin equívocas equidistancias; sin palabras demasiado ambiguas. Se necesitan valoraciones morales netas y enérgicas que quiten a los violentos y a quienes les justifican cualquier apariencia de comprensión. Por eso pienso que las palabras de Mons. Blázquez ante la Catedral de Santiago, exigiendo ‘a la organización terrorista ETA que desaparezca definitiva y totalmente, sin dilaciones ni contrapartidas’, y reconociendo que ‘las víctimas del terrorismo forman parte de la memoria de un horror, del que no somos del todo inocentes, ni como ciudadanos de este país ni como miembros de esta Iglesia local de Bizkaia’ habrán supuesto para muchos creyentes, entre otros, un consuelo.