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(Todo el que cree, como María, concibe y da a luz al Verbo de Dios y proclama sus obras)
Que resida, pues, en todos el alma de María, y que esta alma proclame la grandeza del Señor; que resida en todos el espíritu de María, y que este espíritu se alegre en Dios; porque, si bien según la carne hay sólo una madre de Cristo, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros, pues todo aquel que se conserva puro y vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad, puede concebir en sí la Palabra de Dios.
El que alcanza, pues, esta perfección proclama, como María, la grandeza del Señor y siente que su espíritu, también como el de María, se alegra en Dios, su salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor.
(Del Comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el evangelio de san Lucas)
SAN ABROSIO DE MILÁN (Tréveris 340-Milán 397)
Ambrosio procedía de una noble familia cristiana, pero no estaba bautizado. Su padre Aurelio Ambrosio era prefecto de la Galia Narbonense. A la temprana muerte de su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica.
También estaba previsto que Ambrosio se convirtiera en funcionario imperial. En el lugar de Roma en que vivía con su hermana Marcelina, hoy en día se alza la iglesia de Sant’Ambrogio della Massima. Finalmente acabó trabajando en Sirmio bajo el prefecto Sexto Petronio Probo, una de las personalidades más relevantes del momento, que hacia 372 le encomendó la provincia Aemilia-Liguria (Emilia y Liguria). La sede de la provincia estaba en Milán, que por aquel entonces también era residencia imperial.
La diócesis de Milán, como toda la Iglesia, estaba profundamente dividida entre católicos y arrianos. En el año 374, tras la muerte de Auxentius, un arriano, el prefecto, muy respetado por todos, acudió personalmente a la basílica, donde se iba a celebrar la elección, para impedir cualquier conato de rebelión. Según la tradición, su discurso fue interrumpido por el grito de un niño: Ambrosius episcopus!
Años más tarde, fue mentor del entonces joven rétorico Austin, futuro San Agustín de Hipona, que se convirtió oyendo sus sermones.
(Todo el que cree, como María, concibe y da a luz al Verbo de Dios y proclama sus obras)
Que resida, pues, en todos el alma de María, y que esta alma proclame la grandeza del Señor; que resida en todos el espíritu de María, y que este espíritu se alegre en Dios; porque, si bien según la carne hay sólo una madre de Cristo, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros, pues todo aquel que se conserva puro y vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad, puede concebir en sí la Palabra de Dios.
El que alcanza, pues, esta perfección proclama, como María, la grandeza del Señor y siente que su espíritu, también como el de María, se alegra en Dios, su salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor.
(Del Comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el evangelio de san Lucas)
SAN ABROSIO DE MILÁN (Tréveris 340-Milán 397)
Ambrosio procedía de una noble familia cristiana, pero no estaba bautizado. Su padre Aurelio Ambrosio era prefecto de la Galia Narbonense. A la temprana muerte de su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica.
También estaba previsto que Ambrosio se convirtiera en funcionario imperial. En el lugar de Roma en que vivía con su hermana Marcelina, hoy en día se alza la iglesia de Sant’Ambrogio della Massima. Finalmente acabó trabajando en Sirmio bajo el prefecto Sexto Petronio Probo, una de las personalidades más relevantes del momento, que hacia 372 le encomendó la provincia Aemilia-Liguria (Emilia y Liguria). La sede de la provincia estaba en Milán, que por aquel entonces también era residencia imperial.
La diócesis de Milán, como toda la Iglesia, estaba profundamente dividida entre católicos y arrianos. En el año 374, tras la muerte de Auxentius, un arriano, el prefecto, muy respetado por todos, acudió personalmente a la basílica, donde se iba a celebrar la elección, para impedir cualquier conato de rebelión. Según la tradición, su discurso fue interrumpido por el grito de un niño: Ambrosius episcopus!
Años más tarde, fue mentor del entonces joven rétorico Austin, futuro San Agustín de Hipona, que se convirtió oyendo sus sermones.