Desde mi punto de vista, la sentencia que el mes pasado mandó retirar los crucifijos de las aulas de un colegio público por la demanda presentada por uno de los padres (en contra de la voluntad del resto), por tratarse de un centro público, es un error y se basa en un error jurídico. Trataré de explicarlo. La presencia de un crucifijo en las aulas, aunque evidentemente no sea necesaria, no es objetivamente ofensiva para nadie, al revés, ni tiene por qué considerarse una imposición religiosa, sino más bien una manifestación religiosa, que es algo muy diferente. La quisquillosa demanda de un particular que exige que no haya ninguna manifestación religiosa en la escuela es abusiva. En la vida social hay muchísimas (fechas, nombres, palabras, fiestas, edificios, símbolos…), y considerarlas impositivas es desconocer que las sociedades y las civilizaciones tienen una historia y una realidad social, la que sea, con múltiples manifestaciones, y es excesivo que un ciudadano individual pretenda anularlas sin más, aunque le disgusten un poco, o que el Estado (un juez, en este caso) pretenda prohibirlas, mientras no sean dañinas sino genuinas manifestaciones de esa civilización. De otro modo, cualquiera podría pedir que se retirasen otros signos por un motivo igualmente subjetivo.
A mi juicio, el poner o mantener los crucifijos debería ser decisión de la comunidad escolar y no del Estado (como por otro lado sugiere la legalidad vigente). Y que conste que no me importaría que junto al crucifijo estuviesen presentes, si llegase a haber en la sociedad o en esa comunidad una presencia significativa por ejemplo del Islam o del Confucionismo, algunos de sus símbolos. Me explicaré: el Estado ha asumido como tarea propia la universalización de la enseñanza de un modo directo, es decir, encargándose él mismo de realizarla, y me parece bien. Pero la educación -que es más que la enseñanza, aunque la incluye y está íntimamente relacionada con ella-, es un deber y un derecho primordial de los padres, de los ciudadanos en cuanto padres. Por otro lado, toda educación está penetrada por una idea de la vida, del valor del hombre, del sentido de los bienes materiales y su uso, del cómo habérselas con el mal, con la muerte, del uso de la libertad… que no las crea el Parlamento; su raíz es la convicción de la trascendencia. De esas ideas derivan y dependen los Derechos Humanos (y no al revés por cierto). Por eso el Estado debe ser, en efecto, laico y aconfesional, pero no así la enseñanza que se imparte en sus escuelas, que debe ser, cuando menos, respetuosa con la sociedad que esos ciudadanos forman, tal como es; especialmente con lo valioso de ella y de su historia. No es aceptable que se me diga que si quiero símbolos religiosos me vaya a la enseñanza privada, porque la enseñanza pública es también mi enseñanza, es la de todos, no sólo de los que tienen un concepto agnóstico de la educación. La persona increyente tampoco tendría por qué imponer sus ‘símbolos’, es decir, su falta de signos. Más bien tendría que haber una convivencia ordenada y respetuosa. La Cruz, por lo demás, es el símbolo más universal y positivo de la civilización (mal llamada) occidental, representa a la persona e ideas que están en su origen, a su fundador podríamos decir; significa el amor al hombre y el perdón como medio de redención, reivindica el respeto a su dignidad, la libertad del poder, la esperanza en la resurrección: es la mejor base para la alianza de civilizaciones y para la concordia entre creyentes e increyentes, no una amenaza. En cambio, la educación ‘neutral’ no es tampoco neutral: no es ese desde luego el punto de encuentro.
Es verdad que, hipotéticamente, en algún momento los símbolos religiosos o ideas religiosas podrían llegar a convertirse en peligrosas para la convivencia y ahí desde luego debería intervenir el Estado, cuya misión es la alta dirección y protección de la convivencia en paz y armonía. Pero no tiene sentido sospechar sistemáticamente de ellas; eso sí sería ofensivo y opresivo para los ciudadanos creyentes.
A mi juicio, el poner o mantener los crucifijos debería ser decisión de la comunidad escolar y no del Estado (como por otro lado sugiere la legalidad vigente). Y que conste que no me importaría que junto al crucifijo estuviesen presentes, si llegase a haber en la sociedad o en esa comunidad una presencia significativa por ejemplo del Islam o del Confucionismo, algunos de sus símbolos. Me explicaré: el Estado ha asumido como tarea propia la universalización de la enseñanza de un modo directo, es decir, encargándose él mismo de realizarla, y me parece bien. Pero la educación -que es más que la enseñanza, aunque la incluye y está íntimamente relacionada con ella-, es un deber y un derecho primordial de los padres, de los ciudadanos en cuanto padres. Por otro lado, toda educación está penetrada por una idea de la vida, del valor del hombre, del sentido de los bienes materiales y su uso, del cómo habérselas con el mal, con la muerte, del uso de la libertad… que no las crea el Parlamento; su raíz es la convicción de la trascendencia. De esas ideas derivan y dependen los Derechos Humanos (y no al revés por cierto). Por eso el Estado debe ser, en efecto, laico y aconfesional, pero no así la enseñanza que se imparte en sus escuelas, que debe ser, cuando menos, respetuosa con la sociedad que esos ciudadanos forman, tal como es; especialmente con lo valioso de ella y de su historia. No es aceptable que se me diga que si quiero símbolos religiosos me vaya a la enseñanza privada, porque la enseñanza pública es también mi enseñanza, es la de todos, no sólo de los que tienen un concepto agnóstico de la educación. La persona increyente tampoco tendría por qué imponer sus ‘símbolos’, es decir, su falta de signos. Más bien tendría que haber una convivencia ordenada y respetuosa. La Cruz, por lo demás, es el símbolo más universal y positivo de la civilización (mal llamada) occidental, representa a la persona e ideas que están en su origen, a su fundador podríamos decir; significa el amor al hombre y el perdón como medio de redención, reivindica el respeto a su dignidad, la libertad del poder, la esperanza en la resurrección: es la mejor base para la alianza de civilizaciones y para la concordia entre creyentes e increyentes, no una amenaza. En cambio, la educación ‘neutral’ no es tampoco neutral: no es ese desde luego el punto de encuentro.
Es verdad que, hipotéticamente, en algún momento los símbolos religiosos o ideas religiosas podrían llegar a convertirse en peligrosas para la convivencia y ahí desde luego debería intervenir el Estado, cuya misión es la alta dirección y protección de la convivencia en paz y armonía. Pero no tiene sentido sospechar sistemáticamente de ellas; eso sí sería ofensivo y opresivo para los ciudadanos creyentes.