Comunicación presentada en el
"II Convegno di studi della Facoltà di Comunicazione Sociale Istituzionale: Comunicazione e cultura della vita " (Roma, 28-29 apr.1998) por Jorge Peñacoba, del Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra.
Me propongo en esta comunicación el problema de si es posible y conveniente que la Iglesia se presente como tal en la discusión sobre el ethos social, en particular en los asuntos referidos a la llamada "cultura de la vida".
Un caso recienteEn el pasado mes de febrero, se ha dado en España un caso revelador respecto al asunto que ocupa a este encuentro. Un hombre, tetrapléjico desde hacía bastantes años a causa de un accidente, se ha quitado la vida envenenándose con la ayuda de unas personas desconocidas. El suicidio fue grabado, y la grabación fue remitida anónimamente a una "Asociación por el derecho a una muerte digna"; llegó también a una emisora de TV que la transmitió parcialmente (evitando precisamente las imágenes de la agonía y la muerte) en un "telediario". Este hombre había emprendido hace algunos años -según sus familiares, alentado por la Asociación- una especie de batalla jurídica para obtener de los jueces una resolución que le permitiera ser asistido en su suicidio sin que derivase de ello una responsabilidad penal para quienes lo hicieran. De ese modo, la Asociación tuvo un casus capaz de encender un debate en la opinión pública sobre la legalización de la eutanasia.
a Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal emitió, el 19 de ese mes, una enérgica Declaración, exquisitamente respetuosa con todas las personas implicadas, pero contundente en sus argumentaciones estructuradas en varios niveles: el juicio moral sobre el suicidio; la trascendencia del valor de la vida humana desde el punto de vista antropológico y jurídico; carácter engañoso de la campaña llevada a cabo en la opinión pública por los partidarios de la legalización de la eutanasia... y también la luz que arroja la fe cristiana sobre el sentido y el valor de la existencia terrena.
La reacción de la opinión pública fue más "tibia" de lo que quizá esperaban los promotores de la campaña y se ha disuelto en breve tiempo. Los partidos políticos mayoritarios no se mostraron favorables a la legalización, aunque sí, tal vez, a un eventual estudio parlamentario del asunto (al que, por cierto, un diputado socialista sugirió que se invitase a una representación de la Iglesia). Los comentaristas y editorialistas de los media fueron poco unánimes; pero el caso sirvió para que aflorase, una vez más, el gran argumento laico en estos casos: "no pretendan ustedes (los cristianos) imponer su moral religiosa. Tienen ustedes derecho a exponerla, siempre que sea presentada como tal moral religiosa, es decir, sin fundamento en la común racionalidad humana". Da la impresión de que, a pesar de los esfuerzos de la Iglesia por influir en la cultura de la vida u otras cuestiones, manteniéndose en el plano de la argumentación jurídicopolítica o social, al final se topara con un problema que está subyaciendo previamente: la reivindicación de un ethos social al margen de la fe y de las convicciones religiosas.
Raíces del agnosticismo moral
La pretensión de fundamentar y desarrollar la ética al margen de la fe es, en efecto, una constante de la modernidad, del "esclarecimiento" o ilustración, en paralelo al logro de la autonomía en las ciencias y en todos los aspectos de la vida social. Dentro de este esfuerzo, que en muchos casos ha concluido en una disolución de la ética en el positivismo, tal vez puedan rastrearse dos fuentes o lineas argumentativas diversas aunque realacionadas: una, que arrancaría del etsi Deus non daretur; la otra, del concepto kantiano de autonomía. La primera fuente, la que nace del etsi Deus... está originada sobre todo en la preocupación por el ethos social, por el problema, digamos, de la convivencia, de la posibilidad de compartir los valores en la convivencia, que exigiría poner entre paréntesis las propias convicciones "no racionales" (heredadas, culturales, religiosas), sometiendo la cuestión de la normatividad moral a la universalidad del análisis de la razón que parte de sí misma, sapere aude! y que desemboca en la contemporánea "moral dialógica".
En este primer planteamiento de la cuestión -que también se da en Kant-, la relación del ethos de una sociedad plural (como ha de ser toda sociedad, si queremos reconocer la libertad religiosa y la libertad de las conciencias) con las religiones reveladas es potencialmente conflictiva, pero no imposible en lo que se refiere a sus contenidos. Todo se reduciría a pedir a los creyentes algo tan razonable (incluso desde el punto de vista de la religión cristiana) como "eliminar (de la discusión racional sobre el ethos) la contingencia del acto de fe, e interpretar racionalmente la totalidad de su aportación". De este modo, la religión pretendidamente revelada, una vez "sometida a la prueba de la universalidad", dará -según una idea muy querida por muchos de los ilustrados- un nuevo precipitado: la religión natural.
La inocencia de este postulado es sólo aparente, y no solamente porque haga superflua la revelación. En efecto, el etsi Deus non daretur como punto de partida en la discusión sobre el ethos, es de evidente utilidad en una praxis social respetuosa con la libertad religiosa y de las conciencias. Pero si, a partir de su aceptación, se exige además que en la elaboración racional de la ética se excluya la existencia de Dios o, al menos, su lugar en la fundamentación del deber moral, éste lugar absoluto no puede ser ocupado más que por la Voluntad humana o por una "representación" del absoluto en un Ideal humano, deseado o alcanzado culturalmente, pero sometido en última instancia a la Voluntad humana, es decir: sin fundamento absoluto. El deber moral seguirá percibiéndose en la conciencia como aquel que es absoluto, incondicionado, pero sin poder decir por qué lo sea.
En el film Terminator 2. El día del juicio (1991) de James Cameron, el niño protagonista dice al robot quasi humano: --"No puedes andar por ahí, matando gente", y el Terminator responde --"¿Por qué no?". Y el chico no sabe qué responder a la pregunta; lo único que dice es --"Simplemente, no puedes". Y Cameron comenta: "lo que nos hace humanos es, en parte, nuestro código moral". Es cierto en parte, pero sería más adecuado decir: es la existencia del código moral que la conciencia nos revela lo que nos descubre que somos humanos: descubre el "don", lo dado. En el agnosticismo moral, en cambio, afirmamos con poca lógica ilativa: no somos humanos, sino que nos convertimos en humanos al crear un cierto código moral , cuando sería más lógico afirmar que somos capaces de crear un código moral precisamente porque somos humanos. Aunque se diga que renunciar al codigo es volver a la ley de la selva, a la ley animal, se trata de una afirmación retórica: nunca dejamos de ser humanos, aunque seamos "malos humanos".
El laberinto a que conduce la exlusión del "don", la exclusión de Dios (aunque sólo sea metódica) en la fundamentación de la ética, está muy sinceramente planteado en el conocido diálogo epistolar entre Umberto Eco y el Cardenal Martini, que éste concluye con las palabras de Sartre: con la "desaparición" de Dios "desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no puede existir un bien a priori, porque no hay ninguna conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no se deba mentir" . Es posible buscar un quid naturale, un proprium del hombre dejando al margen las concretas creencias religiosas, pero no dejando de lado el carácter creatural del hombre; Nieztche afirmaba que "la naturaleza no tiene ninguna opinión sobre el hombre". En efecto, o la tiene Dios y está inscrita en el acto creador, o la crea el propio hombre y la añade al factum impersonal de la evolución de la materia en un salto cualitativo inexplicable. Es legítimo excluir las creencias singulares acerca de Dios de una discusión pública sobre el ethos, pero excluir positivamente la existencia del acto creador lleva inevitablemente consigo autoconstituirse en legislador positivo de la moral excluyendo su objetividad y, en consecuencia, el carácter de absoluto del deber.
En conclusión: establecer una discusión sobre el ethos condicionada al etsi Deus non daretur tiene una legitimidad restringida, pragmática, en la que permanentemente acecha un peligro: trasladar a la propia inteligibilidad de la ética la condición impuesta a la discusión sobre ethos (dando lugar a una reflexión sobre la moral en la que se prohibe que intervenga la idea de creación o de la inteligibilidad de Dios); para hacer luego el camino inverso: de la ética -ya vacía de Dios como fundamento posible- al ethos. Entonces nos encontramos con que la discusión será ya "entre dioses", entre "absolutos". Su razón última no podrá ya ser la perfección del hombre de acuerdo con el "don" recibido -ser persona-, sino establecer la posibilidad de las libertades: "a fin de que la ´libertad igual´ de todos los componentes del grupo humano pueda estar garantizada", dice E. Guisán citando a Russell. La ética se disuelve en ley positiva con un fondo utilitarista, o emotivista, o estético; y la dignidad de cada hombre queda reducida a la postulación de un derecho positivo a la libertad individual y, tal vez, a la compasión. Tal vez por ello, la clave de la fundamentación liberal del ethos es: ley (protección de la libertad individual) y bienestar (servicios comunes); paz (defensa) y prosperidad (economía y comercio externo). Ciertamente, como ha mostrado J. Ratzinger, "el Estado no es fuente de verdad ni de moral", pero "el fin del Estado no puede ser tampoco garantizar la mera libertad sin contenido. Para establecer un orden de convivencia razonable en el que se pueda vivir, el Estado precisa un mínimo de verdad y de conocimiento del bien que no se puede someter a manipulación".
La otra gran fuente de la pretensión ilustrada, la kantiana, no tiene una intención directamente pragmática y, por ello, más que al ethos se refiere directamente a la ciencia ética. En efecto, la cuestión de la autonomía moral tiene en Kant un sentido primordialmente epistemológico: la norma moral no se conoce más que en y a partir del apriorismo de la estructura de la razón. Pero tiene un segundo sentido, ya propiamente moral, a saber: el carácter inmoral de la heteronomía, sea del eudemonismo o del obrar por el premio, o por la amenaza o la orden de otro. Esta segunda fuente, en apariencia menos hostil a la pretensión religiosa, ha derivado en muchos casos hacia un radicalismo, bien representado en España por Esperanza Guisán en la obra citada anteriormente. Se trata de un trabajo académico que arranca de la preocupación por el vacío de valores morales provocado por la secularización . Y es que la justificación religiosa de la moral basada, según ella, en sanciones sobrehumanas es la que ha provocado el vacío de normatividad, al caer los dioses. En realidad -afirma- una normatividad moral basada en la sanción suprahumana no es verdaderamente moral, "como ya había sido adelantado por Kant, o es postulado en nuestros días por John Rawls". En realidad, "es solo liberándose de todos los dogmas religiosos, aprióricos y sobrehumanos, como podremos comenzar a realizar una filosofía moral y a ser, consciente y deliberadamente morales". En una revisión de este trabajo, menos académica y más divulgativa, radicaliza sus posiciones con una inusitada acusación a las religiones reveladas y sintetiza su argumentación en la tesis: "Si Dios existe, la ética ha muerto", con una provocativa (y sofística) paráfrasis del famoso texto de Los Hermanos Karamazov: la existencia de Dios impediría la autonomía del hombre y, por ende, una motivación ética plenamente humana. Quizá nadie haya expresado tan crudamente, como en un negativo fotográfico, la crítica cristiana a la ética laica, a saber: sin Dios, la ética no es más que voluntad humana; no deber, sino querer; no inteligencia del bien, sino arbitrio más o menos inteligente. Sería bueno aquí recordar las consideraciones de la Gaudium et spes acerca de la autonomía de la realidad terrena (n. 36). En realidad, como afirma Cortina en un argumento un tanto ontológico, la misma idea de dignidad del hombre está en relación con la idea del valor absoluto y, por tanto, abierta a Dios, porque "la determinación del dato ´persona´ como valor absoluto es incoherente sin contar con categorías que la ponen en relación con Dios".
Crítica a la pretensión del ethos agnóstico
Así, pues, la clave de la ética laicista no podrá ser otra que "libertad y autolegislación", entendida como autolimitación; la ética adquiere un valor cuasi técnico. Pero vayamos a la premisa que opera ocultamente, que es la del carácter irracional e ininteligible de toda religión y de toda fe, y, consiguientemente, de toda discusión ética en la que una de las partes se encuentre afectada por ellas; cualquiera que se presente a la discusión racional en esas condiciones es, en efecto, sospechoso de no pensar por cuenta propia a no ser que haga un expreso acto de autonomía intelectual respecto a su propia religión y su propia fe, o reconozca al menos la premisa de irracionalidad.
Sorprende la generalización. Sorprende la escasa atención que no pocos de estos pensadores dedican al estudio de la originalidad de la fe específicamente cristiana, de su específica incidencia en la reflexión ética y de su específica pretensión respecto al ethos social, profundamente inteligibles y respetuosas con la libertad religiosa, tanto individual como social (por mucho que esta libertad no haya sido comprendida o vivida históricamente en el propio ámbito de la cristiandad). La racionalística reducción ad unum de todo fenómeno religioso, reducido a su vez a un corpus de dogmas morales, a una especie de legislación olímpica mediada por un clero abúlico bajo la amenaza de un premio y un castigo ultra y supraterrenos es, sencillamente, pereza intelectual. Es cierto que la enseñanza moral cristiana se apoya en la revelación del designio divino y en la "revelación" en Cristo, al hombre, de la misma identidad del hombre; pero la naturaleza de ambas "revelaciones" es distinta: en un caso manifiesta lo inaccesible, el "designio" de su voluntad salvífica, que no es ethos, sino en todo caso ayuda, perdón y, en última instancia "juicio"; en el otro descubre lo que está ya en la creación; de ahí precisamente el "juicio de Dios" sobre todo hombre, creyente o no, por la rectitud de su corazón: de su conciencia y su obrar . La aceptación de la enseñanza moral no depende de la "contingencia del acto de fe", porque el contenido de la moral es inteligible por definición o no lo es de ningún modo, no es juzgable.
Como afirma Ratzinger, "en la práctica no hay ninguna evidencia racional pura e independiente de la historia" y los Estados "han reconocido y aplicado fácticamente la razón moral de las tradiciones religiosas anteriores a ellos", pero "la apertura a la razón y la medida necesaria de conocimiento del bien es muy diferente en las distintas religiones históricas", y "la cristiana se ha revelado como la cultura religiosa más universal y racional. La fe cristiana sigue ofreciendo hoy día a la razón el sistema fundamental de conocimiento moral, que desemboca en una cierta evidencia o constituye el fundamento de una fe moral (el autor se refiere a una idea de Popper citada anteriormente) razonable y sin el que ninguna sociedad puede subsistir".
Conclusión
¿Es posible el encuentro de la ética cristiana y la laicista en torno al respeto a la vida y a su dignidad? Sin duda merece la pena el esfuerzo, pero es difícil evitar el conflicto. Comenzaré por esto último.
Tanto una como otra ponen en el bien del hombre la inteligibilidad última del ethos; en última instancia, en su vida y su dignidad (que incluye el bien de la libertad erga omnes). Reconocerlo como un datum, como una razón última, exige de alguna manera reconocerlo a la vez como un donum -donum vitae. Probablemente no pueda esperarse esto de quien cierra a la razón el horizonte de la trascendencia. Para él sólo será una reivindicación, una petición de derecho, que sólo puede hacer el que está en condiciones de hacerlo, aquél que es fácticamente libre. Por eso la piedra angular del ethos es para los cristianos el "respeto" incondicional a la vida y a la dignidad, mientras que para la moral laicista será la "autolegislación de los conscientes", con el peligroso equilibrio que se introduce en el propio fundamento de la civilización, peligro del que ya alertó Juan Pablo II en la Veritatis splendor. Este será precisamente el modo de comparecer la Iglesia en la discusión sobre el ethos: señalar la quiebra de los principios básicos de la convivencia que acecha -no necesaria pero sí fácticamente- tras las diversas manifestaciones de la "cultura de la muerte".
Sin embargo, merece la pena luchar por la cultura de la vida, porque es para todos el punto ineludible de encuentro al hablar del ethos. Y no hay que olvidar otra razón, que es de peso decisivo para la Iglesia, a saber: que el propio evangelio es evangelium vitae. Quiero decir: es cierto que el "contingente acto de fe" no es lo único que nos lleva a valorar la vida, pero al mismo tiempo sabemos desde San Juan que es precisamente el amor de Dios a la vida, manifestado en la revelación del misterio de Cristo (presente en su Iglesia), el que contiene la fuerza capaz de suscitar el acto de fe, según aquello de que "sólo el amor es digno de fe" (H.U. von Balthasar).
Por eso, la Iglesia, junto a su participación en la discusión racional, "debe, asímismo, emplear todas sus fuerzas para que resplandezca en ella la verdad moral que ofrece al Estado y para que sea perceptible por los ciudadanos. Sólo si la verdad moral tiene fuerza en la Iglesia y forma a los hombres, podrá la Iglesia convencer a los demás y convertirse en savia para todos".