To 7 b El paralítico de Cafarnaúm
El credo que recitamos
en la misa afirma con gozo: “¡creo en el perdón de los pecados!” Las culpas
pesan mucho, y cuesta mucho perdonar al otro, incluso perdonarse a uno mismo.
Entre otras razones, porque desespera ver que lo hecho, hecho está: que el mal
no tiene en realidad remedio: tiene efectos reales, consecuencias; y que la
mancha, si la reconozco, me afrenta ante los demás y ante mi propia conciencia.
“Mi pecado es demasiado enorme. Cualquiera que se encuentre a Caín, lo matará”,
decía a Yahvé Caín cuando por fin aceptó que había sido el asesino de su
hermano.
“Creo en el perdón de
los pecados”: creo que Dios es capaz de hacer al hombre de nuevo, de cambiar
hasta lo que no tiene remedio… Jesús hizo un milagro para que pudiéramos hacer
esta afirmación.
En Jesús, Dios mismo viene
a nosotros, pasa por alto los defectos, los errores, las culpas de aquellos
hombres (y los míos). Se acerca y nos busca. En cuanto en un alma empieza a
nacer correspondencia a ese amor, se empieza también a borrar la ofensa; y el
alma empieza a dolerse, a arrepentirse, pero también a curarse, a cambiar, a llenarse de alegría; porque hay
dolores que curan, hay sufrimientos que devuelven la alegría al corazón.
El amor de Dios nos
cura, transforma el corazón y la vida: es capaz de hacer nacer la salvación
hasta del pecado, del error: por eso había anunciado en Isaías: “mira, todo lo
hago nuevo, todo lo transformo”.
Podemos pensar ahora en
nosotros, en nuestras intransigencias con las culpas: a veces no somos capaces
ni perdonar las equivocaciones o los defectos de gente que nos quiere y no son
malas persona, pero se equivoca o tiene un defecto: no es que no le perdonemos
un mal, es que no le perdonamos que sea así: nos irrita y, en vez de intentar ayudar
o corregir, se lo reprochamos de continuo, nuestra propia irritación exagera el
defecto, hasta volvernos maniáticos.
El arte del perdón.
Diría que también a uno mismo: saber aceptar nuestras limitaciones, reconocer
nuestros errores, disculparnos ante Dios de nuestras culpas…
Pero, no: de tan
protectores del yo, somos los reyes de la justificación, incluso cuando pedimos
disculpas: perdona que me haya enfadado, pero es que no sabes qué pesado te has
puesto (el mérito es encima nuestro)…
El Señor nos ha
ofrecido esa maravilla de aprendizaje que es el sacramento del perdón: allí nos
encontramos con este mismo Jesús, que nos mira con sus ojos penetrantes y
llenos de amor y de amistad: nos escucha, nos anima, nos enseña, nos corrige…
es un tesoro: nos ahorraríamos toneladas de pastillas, y de lágrimas de quienes
nos quieren y a quienes hacemos sufrir con nuestros empecinamientos.
Aprenderíamos también a perdonarnos a nosotros mismos, a soportar la realidad
de nuestros límites, de nuestros errores, perfectamente compatibles con el
hecho de que el Señor nos quiera y cuente con nosotros: compatibles con nuestra
llamada.
Una idea que os
ofrezco: llevemos a nuestros amigos, como hicieron aquellos cuatro; y dejémonos
llevar también nosotros, cuando no seamos capaces de sacar la fuerza de ir por
nuestras propias pies.