miércoles, 12 de octubre de 2016

El pecado incurable

(9 de octubre 2016. Dom 27 TO c)

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
- «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
(Del capítulo 17 del evangelio de san Lucas)

Antes de que se descubrieran los antibióticos, la lepra era  una grave enfermedad infecciosa, que iba matando poco mientras deformaba y literalmente se comía el cuerpo del enfermo. La gente procuraba no acercarse a los leprosos; sentía pánico de contagiarse. A los afectados se les prohibía convivir con los demás en las ciudades, se les confinaba. Nadie les tocaba. Jesús, sí. Así consta en el relato de alguna de las curaciones de leprosos: les tocaba para curarlos. Y cuando envía a los discípulos les dice que curen a los leprosos, que no tengan miedo, porque no les va a pasar nada malo. Cosa que han hecho y hacen muchos religiosos y laicos con todo tipo de enfermos infecciosos. De hecho, por ejemplo, un porcentaje abrumador de los enfermos de SIDA son hoy atendidos por entidades religiosas católicas. 
Yo recuerdo de pequeño cómo me conmovió la historia del P. Damián, belga, joven religioso de los Sagrados Corazones. Estaba contada en la película Molokai, que tal vez recordéis los mayores. En el s. XIX confinaban a los enfermos leprosos lugares aislados, como esta isla de Hawai, para que allí vivieran aparte y se organizaran entre ellos. La Iglesia envió al P. Damián allí para atenderlos, y allí vivió él hasta que se contagió y murió. No había llegado aún a los cincuenta. Las palabras de Jesús se cumplieron en todos esos servidores: no les pasó nada malo, sino que al revés, hicieron felices a muchos y ellos también lo fueron.

Gratitud
Hoy nos cuenta el evangelio la historia de diez hombres, a los que Jesus cura de la terrible enfermedad. Y también anota que sólo uno de curados se sintió lo suficientemente agradecido como para regresar, con un agradecimiento lleno de alegría que le movía a testimoniar el milagro, a dar gracias a Dios, y a adorar a Jesús como su salvador. Qué importante esa actitud de reconocimiento de la deuda de amor, de gratitud, de testimonio que tenemos con Dios y con los demás. Acostumbrémonos a dar las gracias, de corazón. Sobre todo a Dios. Por la vida, por la luz, por el sol, por las cosas, por su perdón, por su palabra, por su Cuerpo... Pero también a los que nos hacen pequeños favores o servicios, incluido el corregirnos.

Lepra y pecado
Los cristianos vieron siempre en la curación de la lepra una imagen de la curación del pecado; sobre todo del pecado sin remedio, sin curación posible (como la lepra): el pecado del que uno mismo no quiere salir o no se encuentra con fuerzas para salir o no encuentra la forma de salir. Y le mantiene alejado de la comunidad, de la gracia. Jesús también los mira, como a aquellos hombres, les escucha... No perdamos nunca la esperanza en él. En la primera lectura, en que el enfermo leproso es un general sirio que providencialmente ha llegado a un "hombre de Dios", el profeta Eliseo, podemos ver una sombra de la solución que Dios le ofrece. Ese "hombre de Dios" la imagen del confesor. Entre ellos dos se produce una especie de choque cuando el profeta le ordena lavarse en el río Jordán (es decir, que reconozca a Israel como comunidad de salvación), signo del Sacramento. El altivo enfermo no quiere aceptarlo en un primer momento, y se defiende diciendo que le parece una solución ridícula... pero acaba cediendo y descubre así que no era el agua quien le salvaba, sino Dios mismo.
Amemos el sacramento de la confesión, practiquémoslo con la frecuencia que necesitemos, sin cerrarnos a esa fuente de gracia en la que está Cristo mismo curando nuestras enfermedades espirituales. No es la absolución la que nos cura, sino Cristo mismo.


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