lunes, 7 de noviembre de 2016

El fariseo y el publicano. Sólo Dios es nuestra alabanza

(23 octubre 2016 Dom 30 to c)

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
- «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros..."
(Del santo evangelio según san Lucas 18, 9-14)

Esta conocidísima parábola de Jesús sobre los dos hombres que se presentan a orar en el templo nos enseña que no debemos precipitarnos en el juicio moral que hacemos sobre los demás, ni fijarnos solo en la apariencia para hacernos una idea de cómo son las personas. También nos recuerda algo de gran trascendencia para la formación de la conciencia moral: que Dios mira el corazón, descubre lo más íntimo de nuestro ser, y allí valora o reprocha nuestra conducta como nadie en la tierra puede hacer. De ahí la importancia de la sinceridad y la profundidad que debería tener siempre la oración, sin las cuales no pasa de ser "golpeteo de latas"; y también la prudencia y moderación, la buena disposición propia con que hemos de mirar a los otros, desprendidos lo más posible de prejuicios…
También nos resulta interesante comparar la valoración que Dios hace de dos conductas de por sí buenas: la de esas obras buenas que realiza el fariseo, bien concretas y efectivas, en contraste con el acto de contrición del publicano, lleno de valentía, sinceridad; lleno, en el fondo de amor de verdadero amor, expresado en el dolor íntimo que sufre su alma. Al comentarlo, Jesús dice a sus oyentes que Dios apreció mucho su oración; más que la del fariseo. Y lo atribuye a la humildad ante Dios con que uno se presenta, en contraste con la autoexaltación de sí que hace el otro.
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Hermanos míos: no pretende Dios que nosotros, sus discípulos, nos mostremos siempre abatidos o como autoflagelantes. Por el contrario, hemos de sentirnos normalmente contentos y confiados, y alegres por el bien que hagamos, sabiendo que esa alegría también agrada a nuestro Padre. Pero una cosa es eso y otra muy distinta exaltarnos ante él, o incluso atrevernos a despreciar a los demás comparándolos con nosotros mismos, como si fuésemos el canon de la perfección moral.

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