martes, 6 de marzo de 2012

¡Dame a tu hijo!




Cuar 2 b Sacrificio Abrahán y Transfiguración
Ya sabéis que la Iglesia llama a Abrahán “nuestro Padre en la fe”. Es un título que se ganó a pulso. Él fue el primero a quien se manifestó Dios personalmente. Le amó y le colmó de regalos y de amistad. Pero también le pidió a cambio; le pidió muchísimo.
Le pidió ante todo que saliera de su casa y de aquella ciudad -de aquella civilización politeísta- donde vivía cómoda y holgadamente y que se fuera a otro lugar que desconocía, que viviera como nómada. Como a nosotros. Le pidió que confiara en la paternidad, que sería bendición para toda la humanidad. Pero lo más duro de su vida fue la petición que hemos leído de sacrificar a su hijo, a su único hijo: el hijo de la promesa. Una petición asombrosa, que a duras penas se podría no considerar absurda y contradictoria. “Sacrifica a tu hijo; dámelo”. Abrahán, dolorido (que no dolido) y desconcertado, pero con fe, reconoce el derecho de Dios, y se lo entrega.
El capitán Mendoza, de La Misión, sólo siente que ha hecho penitencia cuando se pone en manos de uno de los indios a los que había maltratado para que lo degüelle, si le parece. Le parece justo que lo haga. Sólo entonces se sabe perdonado... y alegre, liberado.
Dios le pide a Abrahán que llegue hasta el extremo porque eso mismo va a hacer Él por los hombres, por el propio Abrahán y su descendencia: les entregará a su propio Hijo, el Unigénito, “mi amado, mi preferido”. Cuando Abrahán va a golpear al chico (que también acepta el sacrificio, confiando en su padre) se apresura a detenerle y abrazarle como a un amigo; un amigo para siempre: “mira las estrellas del cielo, cuéntalas si puedes… así será tu descendencia”, contigo puedo contar, porque tú fe es plena y sin fisuras. “Nuestro Padre en la fe”, se le llama en el Canon romano: patriarca nuestro, pero también espejo de entrega, de fidelidad, de amistad a muerte con Dios.
Nosotros podemos tener más o menos fe en el futuro, pero sobre todo él nos pide que tengamos fe en su persona, en su amor; que por encima del futuro, del pasado y del presente, nos fiemos siempre de él, de su amor, de su bendición.
Dios en cambio no se reservó a su propio Hijo -“mi amado, mi unigénito”-, lo entregó por nosotros, nos lo entregó a nosotros: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”… “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, cómo no nos dará en él todo”.
El sentido de la Cuaresma no se termina en un ayuno, en la aspereza, en un fuerte ejercicio de sobriedad y templanza. Es sobre todo una llamada a devolver Amor a quien nos ha creado y nos salva de nuestros enemigos, al Amor que puede salvar el mundo.
¿Qué me pide este año Dios que le sacrifique, que le entregue? Hoy sería un buen día para hacerlo.

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