Cuar 2 b Sacrificio
Abrahán y Transfiguración
Ya
sabéis que la Iglesia llama a Abrahán “nuestro Padre en la fe”. Es un título
que se ganó a pulso. Él fue el primero a quien se manifestó Dios personalmente.
Le amó y le colmó de regalos y de amistad. Pero también le pidió a cambio; le
pidió muchísimo.
Le
pidió ante todo que saliera de su casa y de aquella ciudad -de aquella
civilización politeísta- donde vivía cómoda y holgadamente y que se fuera a
otro lugar que desconocía, que viviera como nómada. Como a nosotros. Le pidió
que confiara en la paternidad, que sería bendición para toda la humanidad. Pero
lo más duro de su vida fue la petición que hemos leído de sacrificar a su hijo,
a su único hijo: el hijo de la promesa. Una petición asombrosa, que a duras
penas se podría no considerar absurda y contradictoria. “Sacrifica a tu hijo;
dámelo”. Abrahán, dolorido (que no dolido) y desconcertado, pero con fe,
reconoce el derecho de Dios, y se lo entrega.
El
capitán Mendoza, de La Misión, sólo siente que ha hecho penitencia cuando se
pone en manos de uno de los indios a los que había maltratado para que lo
degüelle, si le parece. Le parece justo que lo haga. Sólo entonces se sabe
perdonado... y alegre, liberado.
Dios
le pide a Abrahán que llegue hasta el extremo porque eso mismo va a hacer Él
por los hombres, por el propio Abrahán y su descendencia: les entregará a su
propio Hijo, el Unigénito, “mi amado, mi preferido”. Cuando Abrahán va a
golpear al chico (que también acepta el sacrificio, confiando en su padre) se
apresura a detenerle y abrazarle como a un amigo; un amigo para siempre: “mira
las estrellas del cielo, cuéntalas si puedes… así será tu descendencia”,
contigo puedo contar, porque tú fe es plena y sin fisuras. “Nuestro Padre en la
fe”, se le llama en el Canon romano: patriarca nuestro, pero también espejo de
entrega, de fidelidad, de amistad a muerte con Dios.
Nosotros
podemos tener más o menos fe en el futuro, pero sobre todo él nos pide que
tengamos fe en su persona, en su amor; que por encima del futuro, del pasado y
del presente, nos fiemos siempre de él, de su amor, de su bendición.
Dios
en cambio no se reservó a su propio Hijo -“mi amado, mi unigénito”-, lo entregó
por nosotros, nos lo entregó a nosotros: “tanto amó Dios al mundo que entregó a
su hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga
vida eterna”… “El que no perdonó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, cómo no nos dará en él todo”.
El
sentido de la Cuaresma no se termina en un ayuno, en la aspereza, en un fuerte
ejercicio de sobriedad y templanza. Es sobre todo una llamada a devolver Amor a
quien nos ha creado y nos salva de nuestros enemigos, al Amor que puede salvar
el mundo.
¿Qué
me pide este año Dios que le sacrifique, que le entregue? Hoy sería un buen día
para hacerlo.
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