lunes, 5 de noviembre de 2012

El mandato más importante



(to 31 b 2012)
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?" Respondió Jesús: "-El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." Marcos cap. 12

Esta respuesta de Jesús sigue impresionando cuando la escuchamos con atención al cabo de 20 siglos, como al parecer  impresionó entonces a aquel escriba que le preguntaba. Es verdad, dijo tras pensar la respuesta del Señor, tienes toda la razón: en realidad, sin eso todo lo demás que se haga por Dios no vale apenas nada.
“No estás lejos del Reino...” Has comprendido a Dios (ahora te falta entrar). Has entendido que Dios no es simplemente el legislador, poderoso y temible, que pone las reglas y pide cuentas. Has comprendido que detrás de sus dones está un amor personal, una donación personal de si mismo a ti; eres un poco parte de él como un hijo lo es de su padre, que se ve totalmente reflejado y como proyectado en su hijo. Así hay en nosotros algo de Dios, en lo que él se mira y se ve. Por eso Jesús les enseña: “Cuando oréis, decid: Padre…”, llamadle Padre. No sé –si lo pensáis ahora un poco- si realmente puedo decir que le considero realmente mi Padre. Aunque se llena el cor cuando piensa.
 También se puede decir que el amor de Dios es esponsal, que es un amor incluso más intenso que el paterno. Los hijos se acaban despegando, mientras su amor esponsal originariamente es el más fuerte e intenso que cabe. Uno vive en el otro, vive de la vida del otro que es realmente la suya, a ratos querrían fundirse… Así también es Dios con la humanidad (y con cada uno).
Él, por tanto, aspira a ganar nuestro amor, no sólo a que le ofrezcamos una obediencia externa a nosotros mismos, cosas mientras no le damos el corazón, el pensamiento, nuestras fuerzas, que tengas ganas de conocerle y amarle. Porque el amor sólo se paga con amor.
También desea que ames lo que él ama, especialmente que ames a tus hermanos los hombres, a todos. Hay algunos a los que resulta más fácil y casi espontáneo amar: por afinidad, por cercanía, por pasión, por correspondencia, porque son parte de tu vida… Pero Jhs dice: si sólo “amáis a los que os aman o a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis?”. Y, como para subrayarlo, añade: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os persiguen. Así os pareceréis a vuestro Padre, así amaréis como sois amados, como os amáis a vosotros mismos. Amadles como os amáis a vosotros mismos, porque yo los quiero como a mi mismo y como a vosotros. Al menos, tened misericordia de ellos, como yo tengo misericordia de vosotros.
Así que no lo olvidemos. Tenemos muchas cosas que hacer, mucho que cumplir, mucho que evitar: no robar, no engañar, no despreciar… pero mientras no lleguemos a amar Jhs nos dirá: sigue, porque todavía te falta para entrar en el Reino.
Hay dos cosas que son condición y a la vez manifestación del amor: la atención y las atenciones. Sólo cuando se mira atentamente, cuando se presta atención al Señor llega uno a amarle. Tratarle, no tener prisa, no ser superficiales. Y atenciones. Como en el amor humano, sólo las atenciones encienden el trato, lo hacen único y abren la puerta de ambos corazones. Y eso es lo que hay que hacer en la oración.

viernes, 2 de noviembre de 2012

¿Se puede ser santo?

 






Festividad de todos los santos 2012


Esta festividad en honor de todos los santos, especialmente de los desconocidos, de esa “inmensa multitud que nadie podría contar”, nos recuerda que Dios llama a todos sus hijos a entrar en la casa del Padre, en el ámbito de su existencia, y ser santos como él es santo. Nos llama a parecerse a él, que es nuestro padre.
Dios, que es nuestro Padre, no ha creado a nadie para que se pierda: “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, dice san Pablo. Nadie nunca es ante Dios una criatura frustrada, fallida.
Y, sin embargo, el mundo está lleno de maldades: de crueldades, rapiñas, adulterios, adicciones degradantes, violaciones y robos y engaños, abandono de inocentes… maldades que nos estremeces sólo pensarlas y de las que, por fortuna, apenas nos enteramos. Maldades que nos hacen malos y hacen malo el mundo. Todos tenemos a nuestro paso muchísimas oportunidades de no ser santos como nuestro Padre del cielo, de hacer el mal a los demás y a nosotros mismos, y a la Iglesia y a la sociedad que nos acoge, y a la misma naturaleza, que es un don común.
Pero Dios nuestro padre no se cansa del hombre, no se desanima. Nos llama a cambiar el corazón, de modo que con el alma pura seamos capaces de abrazarle y vivir. Porque toda la creación es la casa del Señor, y será de veras la nuestra algún día.
 Eso será al final, cuando esa “multitud que nadie podría contar”  esté “ante Dios y el Cordero”. Ahora estamos en camino, metáfora de la realidad de nuestra imperfección, nuestra falibilidad, nuestra “infirmitas”.



“¿Por qué me llamas bueno?, sólo Dios lo es”, dije Jesús al joven rico. Aunque él ha venido “a llamar a los pecadores”, nos queda un camino interior por recorrer: el camino que nos convierta en pecadores que amen. “Yo no soy más que un pecador que ama a Jesucristo con toda el alma”, decía san Josemaría. La santidad cristiana no es fruto nuestro, no consiste en no tener nunca pecados o carecer de defectos. Nace del encuentro entre la sinceridad y la misericordia, la sinceridad del reconocimiento y el abrazo del Padre: es la santidad del hijo pródigo.
“¿Quién puede entrar en el santuario de Dios (en su intimidad)?”, se pregunta el salmo. Y responde, “el hombre de manos inocentes”… los que han purificado su vestidura (su vida) en la Sangre del Cordero (en el amor de Jesús, reconociendo su muerte como un sacrificio por mi perdón: “sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada…para el perdón de los pecados”). Sólo puede entrar en su casa el que ha limpiado su vestidura, su alma, y sólo se limpia en la sangre del Señor, en el amor del Señor: en el reconocimiento del mal y la aceptación del amor, del consuelo, en el abrazo del Padre.
Es lo que ocurre sacramentalmente en el sacramento de la Confesión. Por eso es tan bueno frecuentarlo, aunque cueste un poco. Cueste, sobre todo, hacerlo bien: frecuente, sencillo y sincero, humilde y confiado -porque es padre y médico el hermano que me escucha-,  dócil y diligente porque es también  buen pastor.
La santidad sólo nace cuando la mano de Dios nos es tendida y la del hombre que se agarra a ella con un corazón sincero.