Festividad de todos los santos 2012
Esta festividad en
honor de todos los santos, especialmente de los desconocidos, de esa “inmensa multitud que nadie podría contar”,
nos recuerda que Dios llama a todos sus hijos a entrar en la casa del Padre, en
el ámbito de su existencia, y ser santos como él es santo. Nos llama a
parecerse a él, que es nuestro padre.
Dios, que es nuestro
Padre, no ha creado a nadie para que se pierda: “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”,
dice san Pablo. Nadie nunca es ante Dios una criatura frustrada, fallida.
Y, sin embargo, el
mundo está lleno de maldades: de crueldades, rapiñas, adulterios, adicciones
degradantes, violaciones y robos y engaños, abandono de inocentes… maldades que
nos estremeces sólo pensarlas y de las que, por fortuna, apenas nos enteramos.
Maldades que nos hacen malos y hacen malo el mundo. Todos tenemos a nuestro
paso muchísimas oportunidades de no ser santos como nuestro Padre del cielo, de
hacer el mal a los demás y a nosotros mismos, y a la Iglesia y a la sociedad
que nos acoge, y a la misma naturaleza, que es un don común.
Pero Dios nuestro padre
no se cansa del hombre, no se desanima. Nos llama a cambiar el corazón, de modo
que con el alma pura seamos capaces de abrazarle y vivir. Porque toda la creación
es la casa del Señor, y será de veras la nuestra algún día.
Eso será al final, cuando esa “multitud que
nadie podría contar” esté “ante Dios y el Cordero”. Ahora estamos
en camino, metáfora de la realidad de nuestra imperfección, nuestra falibilidad,
nuestra “infirmitas”.
“¿Por qué me llamas bueno?, sólo Dios lo es”, dije Jesús al joven rico. Aunque él ha venido “a llamar a los pecadores”, nos queda un
camino interior por recorrer: el camino que nos convierta en pecadores que
amen. “Yo no soy más que un pecador que
ama a Jesucristo con toda el alma”, decía san Josemaría. La santidad
cristiana no es fruto nuestro, no consiste en no tener nunca pecados o carecer
de defectos. Nace del encuentro entre la sinceridad y la misericordia, la
sinceridad del reconocimiento y el abrazo del Padre: es la santidad del hijo
pródigo.
“¿Quién puede entrar en el santuario de Dios (en su intimidad)?”, se pregunta el salmo. Y responde, “el hombre de manos inocentes”… los que han purificado su vestidura
(su vida) en la Sangre del Cordero (en el amor de Jesús, reconociendo su muerte
como un sacrificio por mi perdón: “sangre
de la Alianza nueva y eterna, que será derramada…para el perdón de los pecados”).
Sólo puede entrar en su casa el que ha limpiado su vestidura, su alma, y sólo
se limpia en la sangre del Señor, en el amor del Señor: en el reconocimiento
del mal y la aceptación del amor, del consuelo, en el abrazo del Padre.
Es lo que ocurre
sacramentalmente en el sacramento de la Confesión. Por eso es tan bueno frecuentarlo,
aunque cueste un poco. Cueste, sobre todo, hacerlo bien: frecuente, sencillo y
sincero, humilde y confiado -porque es padre y médico el hermano que me
escucha-, dócil y diligente porque es
también buen pastor.
La santidad sólo nace
cuando la mano de Dios nos es tendida y la del hombre que se agarra a ella con
un corazón sincero.
1 comentario:
Tú siempre en esas nubes tan hermosas
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