Jesús les contó una parábola en cuanto a la necesidad de orar siempre y de no desanimarse. Les dijo: "En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a nadie. En esa misma ciudad había también una viuda, la cual acudía a ese juez y le pedía: "Hazme justicia contra mi adversario." (Del cap. 18 del evangelio de san Lucas)
Queridos: una vez más Jesús nos habla de la oración. ¿Os acordáis? Hace unas semanas nos traía la liturgia aquello de "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. ¿Quién de vosotros a quien su hijo le pide un pan le da una piedra?...". Nos invitaba a creer en la bondad de Dios, que es como un
padre. Nos revelaba que Dios no es una especie de Algo ("tiene que haber algo...", dice la gente), sino Alguien. Y no sólo creador, sino también y sobre todo Padre: Creador Padre, Redentor mío… Él nos escucha siempre, nos conoce y le importamos, se
ocupa de nosotros y nos quiere. Esto es "fuerte" -como dicen los chavales-, pero es precisamente lo que se nos ha revelado,
y es la base de todo lo demás.
En aquella ocasión nos hablaba -digo- de confiar en Dios, que es Padre. Esta vez, en cambio, nos habla de perseverar, porque Dios es justo y bueno, porque nos hará justicia. Nos lo explica con esta pequeña parábola casi cómica, que seguramente hizo sonreír a la gente, ese juez inicuo que , injusto, que acaba haciendo justicia sólo por hartura. Y pide a sus oyentes -a nosotros- que reflexionen: ¿pensáis acaso que Dios es más
sordo a la justicia que vosotros, que ese hombre?... De nuevo Jesús, abriendo
el velo del misterio de Dios, nos revela su corazón… ¡Claro que Dios os hará
justicia! La justicia es parte del amor (como
el amor es, en cierto modo, parte de la justicia). Juan Pablo II escribió que no hay verdadera caridad si no se busca la justicia, pero que, al mismo tiempo, la dignidad del ser humano pide que cada hombre sea tratado con verdadera caridad y respeto.
La justicia de Dios, nuestra esperanza
Dios nos hace justicia, vela por nuestra justicia. ¡Qué maravilla! Cuánta paz nos da esto: Dios cuida de mi, Dios me hará justicia: satiabor cum evigilavero in conspectu tuo (salmo 16): "Al despertar, me saciaré de tu semblante". Es la paz de los santos, de los mártires, de los que entregan su vida, de los que han perdonado y los que han soportado sin vengarse: Dios es mi justicia, Dios me hará justicia. Descansemos en Dios siempre. Dios no es simplemente bondadoso, bonachón, una especie de Papá Noel que se ríe pero que en realidad no arregla nada ni puede. Ciertamente, tiene un corazón infinito, y sutil, que conoce el corazón del hombre, lo mira cara a cara, más allá de la incluso de la propia ley, para perdonar y disculpar… Pero a la vez, de Dios no se burla nadie: Dios hace justicia, sabe hacerla. No la hace como nosotros, que en realidad no podemos evitar el mal hecho, aunque impongamos una compensación al culpable, sino que premia maravillosamente al inocente: Dios es nuestra justicia y en ella podemos descansar. Y nos pide que creamos en ella como creemos en el amor. Eso es la esperanza.
Dios nos hace justicia, vela por nuestra justicia. ¡Qué maravilla! Cuánta paz nos da esto: Dios cuida de mi, Dios me hará justicia: satiabor cum evigilavero in conspectu tuo (salmo 16): "Al despertar, me saciaré de tu semblante". Es la paz de los santos, de los mártires, de los que entregan su vida, de los que han perdonado y los que han soportado sin vengarse: Dios es mi justicia, Dios me hará justicia. Descansemos en Dios siempre. Dios no es simplemente bondadoso, bonachón, una especie de Papá Noel que se ríe pero que en realidad no arregla nada ni puede. Ciertamente, tiene un corazón infinito, y sutil, que conoce el corazón del hombre, lo mira cara a cara, más allá de la incluso de la propia ley, para perdonar y disculpar… Pero a la vez, de Dios no se burla nadie: Dios hace justicia, sabe hacerla. No la hace como nosotros, que en realidad no podemos evitar el mal hecho, aunque impongamos una compensación al culpable, sino que premia maravillosamente al inocente: Dios es nuestra justicia y en ella podemos descansar. Y nos pide que creamos en ella como creemos en el amor. Eso es la esperanza.
Pero este discurso de Jesús termina con una
pregunta inquietante: ¿pero cuando venga el Hijo del hombre hallará esta fe sobre la tierra?". Esta pregunta no es
simplemente retórica, aunque tenga ese tono. De hecho, mira a la Cruz que ya comienza a perfilarse en
horizonte. Cristo está hablando de la justicia de Dios, de un Dios que hará justicia a la sed de justicia de sus hijos, de los creyentes. Está hablando de una justicia trascendente o escatológica, está hablando de la justicia de Dios, pues él no suple la nuestra, ni la hace a nuestra manera. Es verdad que no tarda en hacerla, pero no debemos pensar en ella como un recurso fácil, mágico, que suple la justicia humana. Todos tenemos el deber de buscar la justicia, de luchar por ella; más aún: de ser justos nosotros. Lo que nos dice Jesús es que hay una justicia -la de Dios- que es definitiva, última, y plena: no sólo impone una sanción al culpable, sino que resarce plenamente al inocente. Y nos pide que confiemos en ello y vivamos en paz, que tengamos paz, si tenemos fe, si confiamos en él. Pero, ¿encontrará en nosotros ese hijo, ese creyente? ¿No somos nosotros mismos quienes oprimimos a otros, los despreciamos, los maltratamos... y luego clamamos por la justicia de Dios y le echamos en cara su tardanza?
Como siempre ocurre al hablarnos de la oración, Jesús nos revela sobre todo cómo es Dios y nos pone frente a nosotros mismos: él es
Padre, sí. Y tú ¿eres hijo, lo esperas todo de él? El es redentor, y justo, sí. Y tú, ¿confías
en esa justicia, o sólo buscas la humana, la que puedes imponer y te puede satisfacer ya aún a costa de dañar al otro?