To 6 a Se dijo a los antiguos 2014
No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
Libertad
Hoy seguimos leyendo el famoso discurso de Jesús en una colina cercana a Cafarnaun, que conocemos como Sermón de la montaña. Concretamente esta parte del discurso en el que Jesús menciona y habla de los preceptos del Decálogo, los Diez Mandamientos, y otros preceptos de la Ley de Moisés. Veis cómo en la liturgia viene precedido por esas palabras sobre la libertad moral del hombre, tomadas de unos de los libros judíos llamados sapienciales. Dios, dicen, nos ha hecho libres respecto al bien. Lo que también equivale a decir que nuestro obrar no es sin más automáticamente correcto, adecuado, como lo es el de un animal o como es el movimiento de los astros: no hacemos el bien automáticamente, sino que es preciso buscarlo, comprenderlo, amarlo, comprometerse con él, querer hacerlo. El Bien no nos fuerza. Eso es la libertad. Dios no nos fuerza tampoco a obrar el bien. Nosotros, las personas, podemos forzar a otros de algún modo, aconsejar, prohibir. De hecho lo hacemos, puesto que al ser seres sociales, nos influimos y tenemos que interactuar continuamente; y esto es así en todos los ámbitos: en la amistad, en la educación, en los pactos, en el poder social…
Dios, en cambio, no. Él nos da la luz, nos enseña, pone ante nuestra mirada el bien, y lo ilustra con ejemplos, nos da amigos -él mismo se hace nuestro amigo- y nos atrae al bien… pero no nos fuerza: "pongo ante ti el bien y el mal, la vida y la muerte", dice. Es la ley moral: al tener que entender, descubrir la complejidad del deber; y tener la posibilidad de hacer o no hacer, nuestro obrar puede ser bueno o malo: somos responsables de lo que hacemos. Al menos en parte. Somos incluso responsables de lo que hacen otros, o de lo que les sucede; también -en parte- de lo que ocurre en general en el mundo. ¡Y por cierto que seremos juzgados por ello!: "Cuando venga el Hijo del hombre con todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria, y separará a unos de otros... y dirá: 'venid', o 'apartaos de mi". A nadie le servirá decir como Cain: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?"
Libertad y mandamiento
Pero volvamos a la colina cercana al lago de Galilea donde están el Señor con una multitud de gente de todas partes de alrededor, escuchándole. Parece que Jesús le criticaban otros rabinos acusándole de desentenderse de la explicación y exégesis la Ley de Moisés, como solían hacer ellos en sus prédicas. Efectivamente, cuando sacó a los israelitas de la esclavitud, Yavé había explicitado y enseñado a Moisés la ley moral, en forma de preceptos taxativos: los Diez Mandamientos y otros. Los rabinos, sin atreverse a ser en esto creativos, tal vez, hacían girar la enseñanza moral en una casuística un tanto legalista. Jesús hoy se defiende de la acusación, y les viene a decir: No penséis que pretendo abolir la ley, ni que soy un rabí ignorante que la desconoce, no. No lo habéis comprendido bien. Lo que pretendo explicar es que en esa ley no se trata del cumplimiento de unas leyes como las leyes civiles: externo, rígido, legalista. Los Mandamientos que os dio Dios son sabiduría, expresión del amor y respeto a Dios y a su voluntad -por encima del propio yo-, que es la raíz y el fin de la moralidad, y de ese amor al prójimo sincero, real, como es real el amor con que nos amamos a nosotros mismos. Por eso Jesús decía que toda la ley y los profetas se resumían en dos preceptos. Por cierto que hay personas poco formadas que piensan que a los mandamientos no hay que prestarles atención, como si bastara el amor, en términos muy genéricos o incluso sentimentales… Los frutos de esa confusión son en ocasiones terribles: pensad en esa ley de eutanasia que se ha aprobado en nombre de la compasión.
No, aquí el Señor nos muestra el camino real del amor, que no es prescindir de los mandamientos, sino no quedarnos en la letra. Además, esa es el modo verdaderamente libre de cumplir la íntima ley moral, la verdadera libertad: quiero hacerlo porque sé que es el Bien y lo elijo y lo amo.
Esto va más allá de si me prohiben o me impiden o me obligan, de la libertad entendida en el sentido social, exterior, de ausencia de coacción. Es la verdadera libertad: la del que se mueve por el amor del Bien, en el que ve y ama a Dios su Creador.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás", y el que mate será procesado.
Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado.
Habéis oído el mandamiento "no cometerás adulterio". Pues yo os digo: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
(Del capítulo V del evangelio de san Mateo. Resumen)
Libertad
Hoy seguimos leyendo el famoso discurso de Jesús en una colina cercana a Cafarnaun, que conocemos como Sermón de la montaña. Concretamente esta parte del discurso en el que Jesús menciona y habla de los preceptos del Decálogo, los Diez Mandamientos, y otros preceptos de la Ley de Moisés. Veis cómo en la liturgia viene precedido por esas palabras sobre la libertad moral del hombre, tomadas de unos de los libros judíos llamados sapienciales. Dios, dicen, nos ha hecho libres respecto al bien. Lo que también equivale a decir que nuestro obrar no es sin más automáticamente correcto, adecuado, como lo es el de un animal o como es el movimiento de los astros: no hacemos el bien automáticamente, sino que es preciso buscarlo, comprenderlo, amarlo, comprometerse con él, querer hacerlo. El Bien no nos fuerza. Eso es la libertad. Dios no nos fuerza tampoco a obrar el bien. Nosotros, las personas, podemos forzar a otros de algún modo, aconsejar, prohibir. De hecho lo hacemos, puesto que al ser seres sociales, nos influimos y tenemos que interactuar continuamente; y esto es así en todos los ámbitos: en la amistad, en la educación, en los pactos, en el poder social…
Dios, en cambio, no. Él nos da la luz, nos enseña, pone ante nuestra mirada el bien, y lo ilustra con ejemplos, nos da amigos -él mismo se hace nuestro amigo- y nos atrae al bien… pero no nos fuerza: "pongo ante ti el bien y el mal, la vida y la muerte", dice. Es la ley moral: al tener que entender, descubrir la complejidad del deber; y tener la posibilidad de hacer o no hacer, nuestro obrar puede ser bueno o malo: somos responsables de lo que hacemos. Al menos en parte. Somos incluso responsables de lo que hacen otros, o de lo que les sucede; también -en parte- de lo que ocurre en general en el mundo. ¡Y por cierto que seremos juzgados por ello!: "Cuando venga el Hijo del hombre con todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria, y separará a unos de otros... y dirá: 'venid', o 'apartaos de mi". A nadie le servirá decir como Cain: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?"
Libertad y mandamiento
Pero volvamos a la colina cercana al lago de Galilea donde están el Señor con una multitud de gente de todas partes de alrededor, escuchándole. Parece que Jesús le criticaban otros rabinos acusándole de desentenderse de la explicación y exégesis la Ley de Moisés, como solían hacer ellos en sus prédicas. Efectivamente, cuando sacó a los israelitas de la esclavitud, Yavé había explicitado y enseñado a Moisés la ley moral, en forma de preceptos taxativos: los Diez Mandamientos y otros. Los rabinos, sin atreverse a ser en esto creativos, tal vez, hacían girar la enseñanza moral en una casuística un tanto legalista. Jesús hoy se defiende de la acusación, y les viene a decir: No penséis que pretendo abolir la ley, ni que soy un rabí ignorante que la desconoce, no. No lo habéis comprendido bien. Lo que pretendo explicar es que en esa ley no se trata del cumplimiento de unas leyes como las leyes civiles: externo, rígido, legalista. Los Mandamientos que os dio Dios son sabiduría, expresión del amor y respeto a Dios y a su voluntad -por encima del propio yo-, que es la raíz y el fin de la moralidad, y de ese amor al prójimo sincero, real, como es real el amor con que nos amamos a nosotros mismos. Por eso Jesús decía que toda la ley y los profetas se resumían en dos preceptos. Por cierto que hay personas poco formadas que piensan que a los mandamientos no hay que prestarles atención, como si bastara el amor, en términos muy genéricos o incluso sentimentales… Los frutos de esa confusión son en ocasiones terribles: pensad en esa ley de eutanasia que se ha aprobado en nombre de la compasión.
No, aquí el Señor nos muestra el camino real del amor, que no es prescindir de los mandamientos, sino no quedarnos en la letra. Además, esa es el modo verdaderamente libre de cumplir la íntima ley moral, la verdadera libertad: quiero hacerlo porque sé que es el Bien y lo elijo y lo amo.
Esto va más allá de si me prohiben o me impiden o me obligan, de la libertad entendida en el sentido social, exterior, de ausencia de coacción. Es la verdadera libertad: la del que se mueve por el amor del Bien, en el que ve y ama a Dios su Creador.
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