To 27 a
Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon.
Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo." Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron.
Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué pensáis que hará con aquellos labradores?» [...] Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.
(Del capítulo 21 del evangelio de san Mateo)
Esta tremenda parábola de los viñadores homicidas fue propuesta por Jesús en Jerusalén, no en Galilea, seguramente al final de su vida pública. Como nos indica san Mateo, la planteó a los sumos Sacerdotes y ancianos del pueblo, es decir, a los jefes de Israel. Era entonces Israel una monarquía teocrática -y sin rey-, regida por esa especie de senado que formaban los jefes de las grandes familias: el Sanedrín. Israel era, y es, el "pueblo escogido", "mi hijo", el que debía acoger y acompañar al Mesías en su misión universal de compasión y salvación de la humanidad. Ese era su gran destino. Sin embargo, lo rechazó al rechazar a Jesús como hijo enviado por Dios. Tal vez el pobre rabí galileo pareció a sus autoridades demasiado "poca cosa" para esa misión, demasiado poco poder... Ese ha sido -y es- el gran drama de la historia de la salvación. Y aquí, en esta parábola que hoy recordamos, se lo anunció Jesús; pues nunca -hasta la Cruz- dejó de llamarles, de intentar que abriesen los ojos para ver el peligro que corrían, para reconocer su dramática equivocación. También les anuncia que, a pesar de todo, Dios construiría la casa del Reino con esa piedra angular que ellos rechazaban, como ocurrió con la Iglesia.
El peligro de la infidelidad
Han pasado veinte siglos desde ese drama, y la enseñanza permanece viva para nosotros, el nuevo Israel, que siempre ha tenido y tiene esta experiencia ante los ojos, y se aplica con temor la lección a sí misma: "Hoy, si escucháis la voz de Dios, no endurezcáis vuestro corazón" (Salmo 95).
Dios cuenta con nosotros –con la Iglesia, que sois todos- para construir su reino, en todos los ámbitos de la vida, empezando por los más cercanos, como es vuestra familia, en la educación, los negocios, la creación de leyes y el nacimiento de costumbres. Y, sin embargo, no siempre le reconocemos jefe y señor, tal vez porque que nos parece que sus fórmulas no son prácticas ni eficaces para la vida real.
Desde luego, no pasará con la Iglesia lo que pasó con Israel, en el sentido de que Jesús permanecerá siempre en ella, y eso la hace indefectible: "yo estaré todos los días hasta el final del mundo", nos dijo. El Espíritu santo habita en ella y la asiste. Pero esa indefectibilidad no es "automática", ni su presencia evita que Cristo sufra "en su cuerpo, que es la Iglesia" (epístola a los Colosenses) el rechazo de nuestra infidelidad o nuestra desobediencia. La historia nos muestra que eso ha pasado en diversos momentos de su historia bimilenaria.
Un Sínodo especial
Recemos ahora por el Sínodo que comienza hoy en el Vaticano, recemos con fervor, como nos cuentan que ocurría durante los primeros concilios. Recemos, como nos pide el papa Francisco, unidos a su preocupación pastoral por el matrimonio y la familia. La familia no sólo es la primera célula y como el germen de la sociedad, sino también de la Iglesia: la primera escuela de virtudes humanas; donde la fe se hace cultura; donde la caridad se aprende con naturalidad, y la apertura a la vida que viene hace al hombre colaborador de Dios, casi creador.
Es importante que la sociedad reconozca en sus leyes y costumbres este don de Dios a la humanidad, pero más importante aún que nosotros lo vivamos, lo vivamos vocacionalmente, sacramentalmente.
Encomendaos, vosotros, padres y madres a San José y a María. Reflexionad a menudo en sobre vuestra vocación cristiana, porque no sólo haréis así un gran bien a la sociedad; os lo hacéis a vosotros mismos, porque es el antídoto del egoísmo, de la superficialidad, del individualismo que nos corroe y nos mata.