jueves, 16 de octubre de 2014

Invitados a las bodas del Hijo

To 28 a Los invitados a las bodas

«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: 
"Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda. 
" Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos.»
(Del cap. 22 del evangelio de san Mateo)

No es la primera vez que vemos en la Biblia asimilar la relación de Dios con el hombre con el amor entre el hombre y la mujer, el más intenso y feliz de los amores humanos; el que más plenitud, alegría, seguridad y amor a la existencia le hace sentir. Cuando nosotros pensamos en el amor de Dios no pensamos en esos términos, sino en un tipo de amor más frío, y nos resulta difícil pensar que Dios pueda amarnos con ese tipo de amor; en definitiva, no creemos que realmente le importemos personalmente. Pero es él mismo el que lo dice, el que se sirve de esa comparación: "Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo" (Is 61). Y no hay por qué no creerlo. Lo mismo que a cualquiera de vosotros no le da igual que el amigo o el amado le mire o no, le hable o no, a Dios no le da igual lo que hagamos, ni tampoco lo que nos suceda. Dios tiene corazón y nos ama.

Hablemos sobre el amor conyugal
El amor conyugal tiene algo de divino, de sacramento natural. No tiene nada de extraño que en Cristo se haya convertido en sus discípulos en uno de esos signos de su gracia, que son los sacramentos, que curan el mundo, herido en su más intimo ser y belleza por el pecado. A través de ese amor puede caldearse y llenar de luz el mundo. 
Para ellos mismos, hombre y mujer, no hay alegría comparable al de ese amor tan peculiar, que rompe las barreras de la intimidad y produce la experiencia recibir -en el cuerpo del otro- el mundo entero como regalo divino. Pero pensad que, por eso mismo, tampoco hay dolor como el que produce la infidelidad, la ruptura o la traición. Y hay conductas que tal vez no son propiamente una infidelidad matrimonial, pero tampoco son desde luego fidelidad. ¿No es un modo de infidelidad considerar a la esposa como a una servidora de los propios caprichos y comodidades, y desentenderse de sus dolores, no interesarse por sus necesidades, por su alegría? ¿No es una forma de infidelidad tratar al marido como un armario?
Estamos viviendo la experiencia de un Sínodo dedicado precisamente a el matrimonio y la familia cristianos. Tendrán que estudiar y decidir las grandes líneas de acción pastoral, en cómo tratar a los divorciados vueltos a casar civilmente, que siguen siendo nuestros hermanos, pero que se encuentran en una situación irregular. Pero nosotros podríamos preguntarnos también por qué hay tantos, y si no tendrá que ver todo esto con nuestras pequeñas, pero continuas faltas de fidelidad a la vocación matrimonial.
Mirad, en la parábola de hoy, que Jesús nos habla del peligro que pueden suponer cosas en sí mismo buenas: el campo que he comprado, la yunta de bueyes que tengo que probar... ¡la tentación de las cosas buenas! Como en la parábola, el origen de algunos conflictos matrimoniales no está en cosas malas, sino buenas en sí, pero que sacadas de lugar resultan inoportunas y dañosas. ¿Qué tiene de malo la afición al golf o al paddle, o la afición a la tele, o las tablets, o las amigas, o mi trabajo, o mis compañeros de oficina, o mi madre? Pues nada, claro. Y, sin embargo, a veces encontramos estas cosas en la raíz de un enfriamiento del amor, o en una crisis matrimonial.  Sed prudentes, sed sinceros con vosotros mismos; no penséis que el amor es automático: hay que alimentarlo, protegerlo, enriquecerlo. No perdáis el don mayor que Dios da al hombre sobre la tierra.

El amor humano y la eucaristía
Y, como en el amor humano, en el divino.  Ya sabéis que en esta parábola, Cristo es el esposo y la Iglesia la esposa. Todos nosotros estamos llamados a unirnos a su boda, a la alegría, a ser la Esposa. Pero los invitados se excusan; con cosas razonables, pero al final lo rechazan e incluso se ponen incluso violentos, no sólo desagradecidos, sino criminales… Ayer, paseando por la sierra recordaba cómo alguien muy cercano a mi me había contado que en su juventud había perdido la fe precisamente allí, en la Sierra -me decía-, porque comenzó a abandonar el banquete del Señor, la Eucaristía dominical. Algo bueno en sí -el deporte, la belleza del monte-, que le hizo daño por desorden (aunque luego la recuperó, eh...). La falta de unión con Cristo -con los sacramentos, con la oración-, debilita el vínculo que enciende el verdadero amor.  En realidad, sólo con Cristo se aprende a amar; cuando se participa de su vida, el egoísmo se disuelve como un azucarillo.

1 comentario:

Begochu Al-bayyāzīn dijo...

Sí. Sólo con Cristo se aprende a amar...