miércoles, 7 de octubre de 2015

La Cruz y la gloria

(13 de septiembre. 24 Dom TO b)

Por el camino, preguntó a sus discípulos: - «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: - «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les pregunto: - «Y vosotros, ¿quien decís que soy?» Pedro le contesto: - «Tu eres el Mesías.»
(...)
 Y empezó a instruirlos: - «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: - «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tu piensas como los hombres, no como Dios!»
(Del capítulo 8 del evangelio de san Marcos)


La pregunta de la que todo depende


No es preciso ser un lince para percibir el contraste que se produce en del diálogo entre Jesús y los Doce -Pedro en particular- que hoy recoge el evangelio: de un lado, la confesión de fe en Jesús como Mesías; de otro la dura corrección que Jesús le hace a Pedro a propósito de la Cruz, que se abre en el panorama y que Jesús se muestra dispuesto a afrontar. Hace años viajé por ese paisaje apartado donde condujo a los apóstoles para instruirles. Y en el curso de la instrucción llegó a la cuestión decisiva: vosotros, ¿quién pensáis que soy yo? ¡El acto de fe, que es siempre personal, intransferible y comprometido! Quién soy yo y, por tanto también, quién eres tú. Porque todo depende de la respuesta a esa pregunta. Nosotros también nos enfrentamos también a esa pregunta, incluso sin darnos cuenta,  con esta pregunta. Porque desde luego te han dicho, te han enseñado, etc. Pero para ti, ¿quién es de verdad? ¿Quién soy? ¿Alguien importante, alguien razonable, un personaje histórico admirable (sobre el que la Iglesia construye su poder, se atribuye su misión, pero que no es en realidad más que otro, un profeta? ¿O es el Enmanuel, el Dios entre vosotros, vuestro creador, padre, origen y destino; vuestro legislador y también vuestro juez… Porque todo cambia entonces, de ahí depende todo: entonces la Iglesia es tu esposa; el mundo es nuestra tarea… y yo tengo que hacerte caso radicalmente, seguirte de verdad, no a ratos, ni solamente en unas cositas razonables de culto o de moral.

Pedro es el único que se atreve a hablar en nombre de los demás dando el ineludible salto de la fe: “Tú eres el Cristo”, “el Hijo del Dios vivo”. El Cristo, el Mesías. Es un acto de valentía movido por la gracia, por el amor y por la confianza. Para hacer algo así hay que enamorarse un poco de la persona. Y por eso también, la fe requiere una previa,  cierta conversión interior hacia su persona. Sólo el amor le descubre. Por eso, ahora que comienza un nuevo curso, yo te invito a nuevos propósitos de formación, de dedicación, de caridad y solidaridad… Que sean como un decirle: tú eres el Cristo y te seguiré donde vayas, aunque sea difícil. 

La Cruz y el amor
Y aquí viene la segunda parte del diálogo, el que se refiere a la cruz del Mesías. Hay un contraste tremebundo entre el "Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan" y el "¡Apártate de mi, Satanás!"
Y es que incluso habiendo alcanzado la fe no consiguen evitar el tópico del Mesías a su medida, como nosotros. Y, como nosotros, no entendían la cruz, o sea, que soportar el rechazo fuera la expresión de su amor y el precio de su victoria, abrir la puerta al perdón que cura. 
Tampoco entendemos nuestra cruz. En el lenguaje común, con la palabra Cruz ya no nos referimos a la admirable transformación que Jesús hizo de la suya propia, sino a las frustraciones o fracasos de la vida, y  esa palabra señala aquello que hay que aguantar porque no queda otra. Ya sé que es sólo cuestión lingüística, pero ¿por qué no reservar la palabra Cruz para expresar su amor por nosotros?, o para señalar cómo nosotros participamos con él al esforzarnos con nuestros defectos, al ayudar a quien sufre, o la participación en el dolor del Señor o en su aparente fracaso, al trabajar con alegría y honradez, a la valentía de dar testimonio de la fe ante los demás, de esperanza en Dios en medio del dolor. Entonces nuestro sufrimiento no sería simple aguante estoico, sino que se parecería al testimonio de los mártires, que participaron de la Cruz del Señor.
Entonces la palabra Cruz cambiaría semánticamente, sería expresión del triunfo del amor verdadero. Y nos sentiríamos orgullosos de llevarla en pos del Señor cada día.

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