martes, 29 de enero de 2013

Una homilía en Nazaret




Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: 
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido"... 
 Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: 
 «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.» 
(Del evangelio de san Lucas, cap. 4)


Hoy nos ofrece la liturgia el inicio del evangelio de san Lucas, el médico antioqueno amigo y compañero de San Pablo, que es el texto que se expondrá durante este año 2013.
Saltando los capítulos de la infancia -¡el evangelio de María!- da cuenta del proceder inicial de Jesús al comenzar su ministerio mesiánico. El recorre los lugares de su entorno galileo y los sábados acude a la reunión sinagogal y se ofrece a leer  comentar la Escritura, según la costumbre judía de la época.
En esta ocasión, regresa a la localidad “donde se había criado”, Nazaret, y hace lo mismo. Nos dice el texto que leyó –un oráculo mesiánico del profeta Isaías- y se nos ofrece un brevísimo sumario de su homilía, señalando delicadamente como mesías, al afirmar que lo que anunciaba el profeta se estaba haciendo realidad ante sus ojos. Ya sabemos que la insinuación que hizo Jesús a sus paisanos sobre su persona fue rechazada con cierto escándalo, como si le dijeran: “Pero, ¡qué pretendes!, si te conocemos de sobra: tú eres el hijo de José, el artesano…”.
 Pero no nos detendremos ahora en eso, sino en la Palabra. La Palabra divina que nos sana, nos cura, nos salva. Los hombres nos tocamos el alma unos a otros con la palabra, más que con cualquier fuerza física. Es casi milagroso: una palabra, que aparentemente no es más que una vibración de aire, nos alegra o nos entristece, nos irrita o nos hace sabios, nos conmueve o nos enamora… Dios también usa la Palabra para conmovernos, para convertirnos, para consolarnos, para salvarnos: él mismo se hace palabra viva, asequible, cercana: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros….”. Nos da la palabra y la vida: la Escritura y la Eucaristía.
En la Palabra nos salva Dios: nos ilustra, nos conmueve, nos transforma, nos hace sabios. La salvación no nace de ti, sino de él, de lo que él te da. Por eso no debería pasar un día sin encontrarnos con la Palabra y deberíamos tener verdaderos deseo de conocerla, de saber hasta lo material: ¿Dónde ocurrió esto o aquello? ¿En qué lugar se encuentra esta ciudad? ¿Qué cargo ocupaba Jairo? ¿En qué lugar?. ¡Cómo es posible que sepamos tantas cosas de fútbol, de moda, de famosos, de la prima de riesgo… y no sepamos quién era Nicodemo ni qué relación tiene con Jesús (y por tanto, con nuestra salvación)! Muchos tenéis la costumbre de rezar a diario algunas oraciones, y está muy bien. Pero, ¿por qué no añadir lectura espiritual? Así, tú le hablas y él te habla: hay diálogo.
Ya sabéis que el esquema de nuestra asamblea eucarística, del memorial del Señor, se basa en el de la sinagoga. Como allí, se lee y se “actualiza” la Palabra. Jesús mismo –en el presbítero o en el obispo- se levanta a anunciar la Buena Nueva, el Evangelio. En nuestro caso, además, se realiza el memorial de su cuerpo y su sangre: de su vida, su entrega, su ofrenda de amor; se reza con él, se comulga con él. Nosotros no podemos vivir sin la Misa, sin el día del Señor. La Iglesia es la misa, más que el templo o la estructura organizativa. No es que haya que ir a misa el domingo, es que el  domingo nació de la misa.
Es admirable cómo habla Jesús con la Escritura, cómo la usa: en las tentaciones del desierto, para explicar quién es él, para establecer el signo de la Pascua… vive en esa atmósfera de la Palabra de Dios que nos habla a través de esos escritos, cuando se leen con deseos de escuchar al Espíritu santo.
Que nunca falte, ningún día, ese contacto, ese abrir la puerta, la ventana del cielo, para hablar y escucharle.


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