(Epifanía 2013)
Queridos, como cada
página del evangelio –en la que se puede descubrir de algún modo el Evangelio
entero- la historia de estos Magos que se presentan en Jerusalén para adorar al
rey recién nacido, porque han visto “su” estrella en Oriente, está llena de
imágenes reveladoras, llena de luz. En primer lugar, la estrella, ese fenómeno
astronómico del que Dios se sirve para llamara a esos hombres a la fe y al
testimonio sobre él. No son hijos de Israel, sino gentiles, paganos. Y, no
obstante, Dios los busca allí donde están, porque “quiere que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad”.
En algún momento de la
vida, Dios hace siempre brillar ante los ojos de cada uno una estrella –una luz
interior- que le atrae hacia él. Pero las luces, como las voces, se pueden
recibir o ignorar; incluso rechazar. Es admirable la actitud de estos hombres,
abierta y honrada, que buscan, que se molestan en buscar, en preguntar y
averiguar.
Cuando se ponen en
marcha de nuevo, se alejan de los palacios y se encaminan a una aldea de
pastores a ocho kilómetros de la gran ciudad… ¿qué ven?, ¿qué encuentran? Una
joven mujer con un pequeño al que cuida en una casa modesta. Y, sin embargo, se
postran y adoran llenos de alegría… Admiro también esta generosidad y esta
apertura de mente: adorar y reconocer a Dios en lo que de por sí podría
resultarles sorprendente, en lo inesperado; porque también en mi vida puede que
Dios, lo divino, aparezca así: inerme, sencillo, lejano tal vez a mis
expectativas. En estos hombres la humildad
les abre al don y la providencia.
Por último, la Iglesia
también ve en estos sabios el encuentro gozoso entre la fe y la razón. Cuando
la ciencia (y no hablo sólo de la ciencia física, sino también por ejemplo de
la económica, la social, la jurídica… todos los ámbitos que se rigen por la
razón humana), no se encierra en los límites del propio método, no establece
una frontera o una separación radical con la Verdad que la supera, como si no nos
estuviera permitido ir más allá, o no se nos permitiera leer la realidad real
–cotidiana- a la luz de la fe, entonces se ofusca y ya no entiende nada, porque
la verdad y el sentido están más allá de la medida física o mi voluntad
caprichosa. Haría falta –afirmaba san Josemaría- un buen puñado de personas que
en todos los ámbitos de la vida social, universitaria, laboral se esforzaran en
“leer” los asuntos de la vida civil a la luz de la palabra de Dios, a la luz de su vocación.
En contraste con la
historia de estos sabios, aparecen en la escena esos sabios de Jerusalén a
quienes Herodes consulta. Son hombres capaces de leer las Escrituras, de
conocer las señales; parece como que se ufanan de haber sido capaces de dar un
dictamen al Rey: “en Belén donde está anunciado”. Pero ellos no van a Belén; su
ciencia y su teología es meramente teórica, puede ser empleada tanto para el
bien como para el mal. Como en otras historias, en el “El Legado de Bourne”, la
coprotagonista se excusa de su participación en el criminal programa de
creación de asesinos diciendo que a ella sólo le interesaba la ciencia, la
investigación; y que no sabía para qué se hacían aquellos experimentos.
Pero también aparece
otro triste protagonista, el rey Herodes el Grande, que bien se hubiera
merecido el apodo por la grandeza de su visión política, si no hubiera sido
igualmente grande su ambición, su falta de escrúpulos y su crueldad. Es una
figura que representa bien el rechazo radical de lo religioso en la vida civil.
No solamente prescinde habitualmente de cualquier criterio moral, sino que
cuando se presenta el garante de ese criterio, el Mesías del Señor, lo
desprecia y lo amenaza: no comprende qué pueda pintar en su gran Proyecto de
Israel un mito antiguo, un salvador venido del cielo a resolver nuestros
asuntos mundanos. La vida de este personaje histórico, que mandó asesinar a dos de sus hijos y a una de sus
esposas (entre otros signos de brutalidad y cobardía) nos enseña para siempre
el peligro que supone -incluso para la convivencia civil-, el desprecio de la soberanía
de Dios. Cuando no se respeta la soberanía de Dios también sobre el mundo real,
civil, es fácil acabar pensándose a sí mismos en términos de dioses que
compiten con otros dioses.
Hoy los Reyes Magos se
presentan a todos los pequeños cristianos, que son como Jesús una esperanza, a
su manera, ofreciéndoles sus dones. Esto es muy católico: mirar la vida
inocente como un don y no como una amenaza, portadora del bien y merecedora de
reconocimiento, porque viene de Dios.
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