Había una boda en Caná
de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban
también invitados a la boda (Evangelio de San Juan 2)
(Tiempo ordinario. Domingo 2 C)
En el evangelio de san
Juan se nos presenta a la “madre de Jesús”, María, como invitada a una fiesta
de bodas en Caná, pueblo muy cercano a Nazaret. Jesús y sus primerísimos discípulos también están invitados. Allí, en medio de esa fiesta -nos dice san Juan-
realiza el Señor su primer “signo” mesiánico, su primer milagro “y sus
discípulos creyeron más en él”.
Para ser un “signo”, la verdad, tal vez resulte demasiado discreto, poco llamativo; apenas unos pocos sirvientes se da cuenta de
los sucedido. No es su hora. No es conocido aún como taumaturgo, sólo ha comenzado
a formar un pequeño grupo y hablarles. Nos gustaría ser de esos y ver cómo María intercede por apuros y necesidades muy materiales (¿Fue esta la primera vez
que lo hizo? ¿Por qué ahora?), necesidades y apuros como las que está pasando
mucha gente ahora… y nos unimos a su oración, viva también ahora. Al fin y al cabo somos hijos suyos.
Pero me fijo ahora en la boda,
el matrimonio que celebra aquí Jesús con un gozo y completa naturalidad, un
gozo que es también, pues, divino. Las bodas son un recuerrente tema bíblico. Por ejemplo, la
relación entre Yahveh e Israel es comparada a veces con un matrimonio, con una
relación amorosa entre hombre y mujer. Hay en la Biblia otras imágenes
amorosas, como la del padre respecto a su hijo pequeño, la del amigo
predilecto… porque ninguna agota el tema de cómo nos ama Dios. Esta del amor sexual es
especialmente una imagen poderosa y atrevida. Desde luego, lo que nunca encontramos en la Biblia es un Dios frío,
indiferente, que va a su interés o a sus caprichos como los griegos o los
cananeos. Dios el el Padre, el Amigo, el Esposo del hombre. Lo es por antonomasia. Y
pide al hombre -a su pueblo, a la Iglesia, a cada uno de nosotros- la lealtad
del amigo, la entrega de la devoción.
Pero en este pasaje evangélico no se trata
ya de emplear la boda como imagen, aquí el mismo Señor aparece en una boda, en la celebración
del amor y del compromiso, del inicio de esa aventura nueva, del nacimiento de
un hogar, en la alegría de los esposos, sus amigos y familiares. Es bonito:
Dios está, en Cristo, entre vosotros en vuestros matrimonios; quiere estar con vosotros, en vuestro
amor, en vuestro hogar. Él no estorba, al revés: une, orienta, perdona, ayuda a
educar, convierte el agua en vino de primera; convierte el amor no en una cosa
distinta, sino la misma, pero “de primera”, lo convierte en divino. Cristo
quiere estar en el matrimonio de sus amigos -de los cristianos- desde el primer
momento. Es lógico, pues, que sea un sacramento y se celebre como tal.
“Por qué ‘esperar’
–os oigo decir a veces-, si ya nos queremos…”. Y se menciona la boda con un cierto
menosprecio, como si fuera un mero trámite. Señal de que no habéis entendido
mucho, no habéis entendido a Jesús; no entendéis que no es lo mismo con él que
sin él. Tal vez os pasa que no sabéis lo que sois. No es que ‘haya que casarse
por la Iglesia?, sino que tenéis la suerte de poder casaros en Cristo. No es
que haya que ‘esperar’ a estar casados, sino esperar a que Cristo os bendiga.
“¡Por qué esperar!...”
Primero porque si la entrega no es ya de verdad tan radical como para casarse,
eso mismo es señal sencillamente de que aún no es madura de verdad; quizá sí subjetivamente, pero no aún objetivamente. Así que 'adelantar' es señal de que no estáis viviendo en
la verdad, sino en la ficción: fingiendo. Pero, además, como digo, es porque
Cristo quiere estar entre vosotros.
Vamos a pedir por
todos, para que lo entendamos. Y a la Virgen que esté siempre en nuestros
hogares, que la invitemos a acompañarnos. Nada fortalece tanto el amor como el Amor del Señor.
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