- "Simón, hijo de Juan, ¿tú me amas más que estos?
- "Si, Señor, tú sabes que te quiero.
- Apacienta mis ovejas"
(Del capítulo 21 del Evangelio de San Juan)
Queridos: la liturgia recuerda hoy la aparición de Jesús a un grupo de discípulos en Galilea, junto aquel lago en cuyas orillas habían estado juntos a menudo durante el delicioso tiempo en que convivieron como maestro y discípulos, por allí habían caminado, comido, charlado. Veo aquí a algunos de los que estuvimos allí en la peregrinación de diciembre, en Tagba... Siento la emoción de recordar el lugar preciso. Al hablar ahora de esa narración me fijaré en lo que se refiere a Pedro, que es uno de los dos protagonistas del relato.
El recuerdo de una vocación
Vemos a Pedro de nuevo en Galilea, como al principio. Vuelve a pescar, a no ser más que lo que fue: un simple pescador de lago en Cafarnaún. Al parecer, se han terminado sus sueños de grandeza. ¿Le pesa su caída en la noche de la detención de Jesús y su huída? Puede ser. Pero Jesús le sale al encuentro y realiza ante él un "signo" (un milagro) que no puede menos que evocarle el comienzo de su vocación, cuando Jesús le pidió un día, ya lejano: "Guía mar adentro y echad vuestras redes para pescar" (Lucas, cap. 5). "¡Es el Señor...!", dice enseguida su joven amigo y socio Juan, el amado, el de ojos limpios -como comentaba en una ocasión san Josemaría-. Se cumpliría así el anuncio de Jesús: "Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios".
Comen tranquilos, juntos y, llenos de asombro y gozo, conversan. Jesús provoca entonces un diálogo con Pedro.Sutilmente le hace saber que sigue confiando en él, si realmente está dispuesto a amarle de veras: "¿Tú me amas? ... apacienta mis ovejas". También le explica en qué consistirá la misión
que un día le había anunciado -"sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia"- : "apacienta mis ovejas". La verdad es que propuesta de considerarnos ovejas no resulta halagüeña en nuestros días; la oveja no nos parece un animal especialmente inteligente,sino al contrario. Pero mirad: era muy apreciado en la antigüedad, una verdadera riqueza... cuando estaba bien pastoreada. Un rebaño sin pastor era un desastre asegurado. Y un grupo humano sin organización ni líderes también, era presa segura para las bandas de salteadores y bandidos que se hacían fuertes donde no había un poder constituido. El evangelio dice que Jesús se conmueve a veces ante la buena gente que le escucha. Los ve abatidos, desconcertados "como ovejas que no tienen pastor", porque no tienen en realidad alguien que les enseñe, que se cuide de ellos, que dé consistencia de pueblo a esa multitud que está siendo devorada sin compasión por los poderosos, sin que nadie vele por ellos.
El siervo de los siervos de Dios
El siervo de los siervos de Dios
"Yo soy el buen pastor, el que está dispuesto a dar la vida por sus ovejas", había dicho... y hecho. Ahora le dice a Pedro: "apacienta ahora tú a mis ovejas", cuídalas en mi nombre: esa es tu misión, así fundamentas la Iglesia. En una ocasión que escucha discutir a los discípulos sobre la jerarquía entre ellos, les enseña: los poderosos de la tierra se dedican a dominar a su gente, los someten y se aprovechan de ellos, pero entre vosotros no ha a ser así, sino que "el que quiera ser el primero será el servidor de todos, como el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en redención de muchos". Servus servorum Dei, es el título que les gusta atribuirse a los pontífices desde el siglo VI: servidor de los servidores de Dios. Por eso la Iglesia no tiene ejército, ni los creyentes no son servidores ni esclavos unos de otros, sino hermanos entre sí: un "pueblo de reyes, reino sacerdotal". Los jefes son hermanos y servidores, se llaman a sí mismos "ministros", palabra que en latín significa precisamente "sirviente". Se consideran servidores de la Palabra, de la caridad, de la verdad: pastores que apacientan, cuidan, alimentan, defienden, conducen. "El Señor es mi pastor, nada me falta", como dice un salmo.
"Apacienta tú mis ovejas"
Jesús, que dijo de sí mismo: "yo soy un buen pastor", le dice ahora a Pedro: "apacienta tú ahora mis ovejas". Eso fue Pedro, y es el sucesor de Pedro, el Papa. Oremos siempre por él. Estemos siempre unidos de corazón a él. La Iglesia es familia, no una sociedad con sus grupos y partidos. En la Iglesia todos los carismas son importantes, pero a Pedro le dice: apacienta mis corderos. Naturalmente, no quiere decir que él personalmente tenga que hacer todo, porque es Cristo la cabeza real de la Iglesia, y hay en ella muchos que reciben una participación en esa potestad de servir. La guía en la Iglesia pertenece siempre a Jesús, buen pastor, y se hace presente y viva de muchos modos. Cada diócesis tiene un pastor propio, en comunión con los otros. Y todos participamos en algo del pastoreo del Señor. Pero la piedra clave de la unidad es siempre Pedro, y la garantía de que el buen pastor está entre nosotros: "apacienta tú mis ovejas". Así parece haberlo querido Jesús: "Yo he rezado por ti para que tu fe no desfallezca, y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos", le anuncia en la última cena.
Todos en la Iglesia somos responsables de nuestra propia vida y de la de los hermanos, todos somos gente autónoma, personas dueñas de su destino en el mundo y en la Iglesia, pero a la vez necesitamos del pastoreo del Señor. Nadie es autosuficiente por completo, nadie es del todo buen guía para sí mismo. Tenemos demasiada facilidad para ver los defectos ajenos y muy poca para ver los propios; por eso es tan
bueno escuchar, saber escuchar, en todos los ámbitos de la existencia. También en el plano espiritual, en el de la vida de fe, en la vida moral. "Apacienta a mis ovejas". Siendo maduros y responsables, dejemos también que el Señor sea nuestro pastor.
Al fin y al cabo, sólo él es de fiar, sólo él ha dado la vida por nosotros.
Al fin y al cabo, sólo él es de fiar, sólo él ha dado la vida por nosotros.