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30 c 2013
Hoy veis que la enseñanza de Jesús va sobre la humildad que nos conviene sentir ante Dios: el que se ensalza a sí mismo al final resulta humillado; el que se humilla sinceramente ante Dios, resulta ensalzado por su Amor, que le levanta de su postración. Lo explica el Señor a
través de esos dos personajes didácticos, fariseo uno y publicano el otro, que él mismo crea para enseñarles.
Fariseos y publicanos
"Dos hombres subieron al templo a orar: uno era un publicano, el otro un fariseo...", comienza Jesús. Los fariseos, como sabéis, era uno de los grupos o partidos religiosos que se habían formado tras la pérdida completa de independencia política de Israel. No importa tanto que la situación política sea un desastre para el ideal del reino de Israel, venían a decir; lo importante es que sigamos siendo israelitas por dentro, vivir la Ley que Yahveh nos dio, la Torá; Dios hará el resto cuando quiera, nos enviará a su Ungido (Mesías, en hebreo). Eran muy populares. Sinceramente piadosos y verdaderos amantes de Dios, escudriñaban las escrituras queriendo saber con todo detalle lo que Dios pide de nosotros, confiados en sus promesas. Eran además serviciales con la gente y mantenían al pueblo en la esperanza de la redención. Pero con el tiempo se volvieron estrictos e intolerantes en sus juicios sobre de los demás, minuciosos y legalistas personalmente, y también en muchos casos cumplidores externos, e incluso fingidos, hipócritas (farsantes, en griego), como les moteja en ocasiones Jesús.
Los publicanos no era ningún grupo religioso ni político, y menos aún populares entre la gente; eran simplemente las "empresas" locales de recaudación a las que los romanos ocupantes encargaban calcular y recabar las tasas contributivas, quedándose esas empresas con una parte como pago a sus servicios. Los romanos no eran especialmente escrupulosos para vigilar cómo aquella gente lograba la recaudación, de modo que muchas veces mediante extorsiones o con un estilo casi mafioso. No eran -en su imagen pública- "pobres pecadores" dignos de compasión por sus "debilidades".
¡Cuidado con las etiquetas!
Así las cosas, los oyentes del Señor están expectantes a ver qué les quiere enseñar. Y lo primero que les enseña Jesús es a no poner etiquetas a las personas, no dejarse llevar por ese tipo de prejuicio que es encasillar a las personas por el grupo social al que pertenecen. Sólo Dios ve el corazón. A nosotros la parábola nos coge ya -a su vez- con un prejuicio: para nosotros, precisamente gracias a la predicación de Jesús, los fariseos son malos que se creen buenos, y los publicanos son pobres pecadores abrumados por su debilidad... ¡Así somos! Tal vez hoy, para entenderla, se podría parafrasear la parábola así: "el publicano pensaba así en su interior: te pido perdón, Dios mio, porque soy un sinvergüenza, pero por lo menos no soy como ese fariseo hipócrita que va a misa pero luego peca como el que más; yo al menos no lo oculto. Mientras que el fariseo oraba así en su interior: Señor, todo el mundo piensa que soy un hombre bueno y cumplidor, pero yo sé perfectamente que no hago ni la mitad de lo que podría hacer y que tú te mereces...". Pero, en fin, no hagamos evangelio-ficción. Quedémonos con la enseñanza, y no etiquetemos a la gente fácilmente, no nos dejemos arrastrar por los prejuicios de grupo contra los demás.
El que se ensalza; el que se humilla
Pero seguramente lo importante -lo que pretende Jesús enseñarnos y que no olvidemos- está al final: la humildad que hemos de sentir ante Dios y ante nosotros mismos. Lo absurdo y perjudicial que resulta engreírse frente a él por
las buenas obras, como si fueran un escudo a cualquier exigencia ulterior suya; porque ese autojustificarnos nos hace intocables por la gracia, y, respecto a los
demás, establece una división porque nos hace creernos diferentes y pensar mal de todos. En realidad, no sabemos ante Dios cómo son los demás, ni tampoco
podemos presentar una especie credenciales personales impecables y sin nada por lo que dar gracias a Dios y a los que nos rodean. Este fariseo, en realidad no da gracias por ningún don de Dios, sino por lo que es o piensa ser, por lo guay que se considera: se da en realidad gracias a sí mismo o a la buena suerte que ha tenido. No escucha a Dios que le habla, no lo reconoce, no se da cuenta de que le necesita, y va a lo suyo. Dar gracias es desde luego "justo y necesario", pero no por lo guay que soy, sino porque me llamas, porque me perdonas, por tus dones, que me dejan anonadado y admirado y en deuda infinita con tu amor.
El que se humilla de verdad ante
Dios, es exaltado. La palabra latina de humildad viene de “humus”, que significa tierra. De
ahí viene “humilis" y "humilitas”. Lo humilde es, pues, lo pequeño, lo que no tiene mucho relieve, lo que apenas tiene importancia. Cuando la Virgen María le cuenta a su prima Isabel lo que le había sucedido en Nazaret, afirma contudentemente que Yahveh se
en realidad se ha fijado en su humildad de su esclava, en su pequeñez. Y efectivamente, eso fue lo que le atrajo
de ella: su total falta de engreimiento. Así puedo hacer en ella "cosas grandes". Y así pasa con nosotros. Cuando Jesús sorprende en una ocasión a los apóstoles discutiendo sobre la quién de ellos será el más importante, toma un niño, lo pone delante y les dice: este es el más importante; el pequeño, el enfermo, el débil, el tonto es el más
importante para vuestro Padre; porque es su hijo más débil, el que más tiene que importar a los demás, más fuertes.
Dios tiene debilidad precisamente por sus
hijos más débiles, pequeños, inocentes. , y por los que se hacen pequeños, los no se
creen tan importantes ni se atribuyen ante él un mérito que les dé como un derecho a
no hacer más, a no ser molestados. Cuando uno dice "yo ya soy bueno", poco puede ya hacer con él la novedad de Dios, su infinita creatividad. Gracias, Señor, por lo bueno. ¿Y qué más quieres de
mi? ¿qué necesitas de mi?.
Humildad de Dios
Jesús nos invita a fijarnos en su humildad: "aprended de mi, que soy humilde de corazón". No se engríe, no se jacta de ser quien es, no se impone a la
fuerza, no le importa hacerse amigo y lavarles los pies. Tras Jesús, Dios es humilde con nosotros, se abaja por sacarnos del atolladero. A nosotros, en cambio, el amor propio nos hace creer
que lo que nos pasa es lo más importante, y así acabamos por olvidarnos del resto. Mantener la altura de nuestro Yo hace que
rechacemos al que nos puede enseñar, y así no escuchamos ni aprendemos de los otros. No tener que reconocer nuestra necesidad hace que tampoco reconozcamos nuestros pecados, y así los ocultemos o pretendamos quitarles importancia. Pensar que ya hemos hecho bastante por Dios y por la Iglesia, que ya tiene que estar satisfecho de sobra, nos justifica para no hacer
más... Realmente, el que se ensalza acaba siendo digno de compasión. Mostrémonos siempre humildes, sincera y
alegremente humildes, en deuda de amor. Aunque no os las desee a vosotros, muchas veces nos va a ayudar más una humillación que un triunfo.
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