jueves, 11 de diciembre de 2014

La Virgen Aurora

Inmaculada
Hoy recordamos y celebramos la declaración de un dogma,  definido por el Papa Pío noveno en 1854: la concepción sin mancha de María, la madre del Señor. No se refiere este dogma de la Inmaculada Concepción a la concepción virginal de Jesús en el seno de María, una concepción milagrosa -sin intervención de varón-, como nos dicen los evangelistas san Lucas y san Mateo. Como nos dice ella misma, María, única testigo de la concepción virginal, a quien debemos esta información, que hace de ella primera y primordial "evangelista"). El dogma de Inmaculada Concepción hace referencia, en cambio, al momento en que María fue concebida por sus padres, Joaquín y Ana. Y la verdad de fe definida como dogma nos dice: ella fue concebida sin la mancha del pecado original, con que todos los demás nacemos; fue pura –limpia- de alma desde el primer instante de su existir. 

El "pecado original" 
Ya sabéis que hay una "ley" que se ha cumplido en todos los hombres y mujeres nacidos desde Adan y Eva, y es esta: que venimos al mundo con una especie de herida en el alma, que san Agustín llama "pecado original"; una herida de la que hemos sido curados por Cristo, con una curación que se hace efectiva al recibir el Bautismo. Es esa herida la que nos inclina a los hombres a hacer el mal. Uno ve el bien, pero no siempre quiere hacerlo, ni siempre lo hace, aunque se dé cuenta. Un poeta pagano de la antigüedad romana lo expresó muy bien en sus versos: "video meliora proboque, deteriora sequor", veo lo que es mejor y la apruebo, ¡pero luego sigo lo peor! Mejor aún, o al menos más dramáticamente, lo expuso san Pablo:

"No entiendo mis propios actos: no hago lo que quiero y hago las cosas que detesto.
Ahora bien, si hago lo que no quiero, reconozco que la Ley es buena.
No soy yo quien obra el mal, sino el pecado que habita en mí. Bien sé que el bien no habita en mí, quiero decir, en mi carne. Puedo querer hacer el bien, pero hacerlo, no.
De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.
Por lo tanto, si hago lo que no quiero, eso ya no es obra mía sino del pecado que habita en mí.
Ahí me encuentro con una ley: cuando quiero hacer el bien, el mal se me adelanta.
 En mí el hombre interior se siente muy de acuerdo con la Ley de Dios,
pero advierto en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi espíritu, y paso a ser esclavo de esa ley del pecado que está en mis miembros.
¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, o de esta muerte?"
(del capítulo 7 de la epístola a los Romanos)

Por supuesto, Jesús no tuvo esa mancha. Era puro de corazón totalmente porque era el Hijo de Dios, existía antes de nacer de María como Hijo de hombre, hijo también humano del Dios Padre. Muchos cristianos pensaron siempre que María tampoco había sufrido esa herida, que fue preservada amorosamente del por Dios del pecado original, en razón sobre todo de su predestinación a ser la madre de Jesús. Así, Dios impidió que quien iba a cuidar, a recibir, a formar al Señor tuviera jamás relación alguna con el pecado. Algunos otros cristianos no estaban tan seguros de que Dios pudiera hacer ese prodigio… y dudaban. Fue Papa Pío IX, después de darle muchas vueltas a la oportunidad o no de declarar los términos de esta verdad de fe, el que decidió hacerlo. Estando en Gaeta, puerto de la isla de Malta- vio claro la conveniencia de proclamarlo, y tal día como hoy se hizo. Al poco tiempo, en febrero de 1855, la Virgen María se apareció a una muchacha analfabeta llamada Bernadette de Soubirous en un rincón del Pirineo, Lourdes. Cuando, a instancias del párroco del lugar, la muchacha preguntó a la maravillosa Señora por su nombre, esta le respondió: "Yo soy la Inmaculada Concepción". ¡Ya se ve que gusta este nombre, que algunas de vosotras lleváis! 
La Inmaculada
La ausencia del pecado (In-maculada) no es carencia de algo, a pesar de lo que parece desde el punto de vista, diríamos, lingüístico, ya que  el pecado más bien oscurece la mente y el corazón. Por eso que María sea Inmaculada no significa es que le falte el pecado (por ejemplo, la experiencia del mal), sino más bien que es limpia, purísima, que tiene la experiencia del bien; en este caso, de un bien -de una plenitud humana- que, entre otras cosas la capacita para ser realmente madre nuestra, no sólo del Señor. Veis que san Pablo también dice que nosotros somos inmaculados, que fuimos elegidos para eso. Pero nosotros no nacemos inmaculados, sino que llegamos a serlo por la progresiva acción de la gracia, desde el bautismo. Precisamente por eso, cuanto mejor limpiamos, somos más sabios y activos y libres y alegres. El pecado no es una "riqueza" que se pierda con la gracia, sino una ofuscación del corazón y la mente, que enrosca sobre sí mismo al hombre haciéndolo ciego hacia los demás y hacia Dios, e incluso hacia sí mismo, pues le hiere en su propia conciencia, en su propia intimidad. El cuadro del que me serví en la entrada del blog tiene como título original Joy, alegría. Y la limpieza del alma en la confesión y el perdón es lo que realmente produce en el alma: la alegría del corazón.

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