Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido"...
Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles:
«Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
(Del evangelio de san Lucas, cap. 4)
Hoy nos ofrece la
liturgia el inicio del evangelio de san Lucas, el médico antioqueno amigo y
compañero de San Pablo, que es el texto que se expondrá durante este año 2013.
Saltando los capítulos
de la infancia -¡el evangelio de María!- da cuenta del proceder inicial de
Jesús al comenzar su ministerio mesiánico. El recorre los lugares de su entorno
galileo y los sábados acude a la reunión sinagogal y se ofrece a leer comentar la Escritura, según la costumbre
judía de la época.
En esta ocasión,
regresa a la localidad “donde se había criado”, Nazaret, y hace lo mismo. Nos
dice el texto que leyó –un oráculo mesiánico del profeta Isaías- y se nos
ofrece un brevísimo sumario de su homilía, señalando delicadamente como mesías,
al afirmar que lo que anunciaba el profeta se estaba haciendo realidad ante sus
ojos. Ya sabemos que la insinuación que hizo Jesús a sus paisanos sobre su
persona fue rechazada con cierto escándalo, como si le dijeran: “Pero, ¡qué
pretendes!, si te conocemos de sobra: tú eres el hijo de José, el artesano…”.
Pero no nos detendremos ahora en eso, sino en
la Palabra. La Palabra divina que nos sana, nos cura, nos salva. Los hombres
nos tocamos el alma unos a otros con la palabra, más que con cualquier fuerza
física. Es casi milagroso: una palabra, que aparentemente no es más que una
vibración de aire, nos alegra o nos entristece, nos irrita o nos hace sabios,
nos conmueve o nos enamora… Dios también usa la Palabra para conmovernos, para
convertirnos, para consolarnos, para salvarnos: él mismo se hace palabra viva,
asequible, cercana: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros….”. Nos da
la palabra y la vida: la Escritura y la Eucaristía.
En la Palabra nos salva
Dios: nos ilustra, nos conmueve, nos transforma, nos hace sabios. La salvación
no nace de ti, sino de él, de lo que él te da. Por eso no debería pasar un día
sin encontrarnos con la Palabra y deberíamos tener verdaderos deseo de conocerla,
de saber hasta lo material: ¿Dónde ocurrió esto o aquello? ¿En qué lugar se
encuentra esta ciudad? ¿Qué cargo ocupaba Jairo? ¿En qué lugar?. ¡Cómo es
posible que sepamos tantas cosas de fútbol, de moda, de famosos, de la prima de
riesgo… y no sepamos quién era Nicodemo ni qué relación tiene con Jesús (y por
tanto, con nuestra salvación)! Muchos tenéis la costumbre de rezar a diario
algunas oraciones, y está muy bien. Pero, ¿por qué no añadir lectura
espiritual? Así, tú le hablas y él te habla: hay diálogo.
Ya sabéis que el
esquema de nuestra asamblea eucarística, del memorial del Señor, se basa en el
de la sinagoga. Como allí, se lee y se “actualiza” la Palabra. Jesús mismo –en
el presbítero o en el obispo- se levanta a anunciar la Buena Nueva, el
Evangelio. En nuestro caso, además, se realiza el memorial de su cuerpo y su
sangre: de su vida, su entrega, su ofrenda de amor; se reza con él, se comulga
con él. Nosotros no podemos vivir sin la Misa, sin el día del Señor. La Iglesia
es la misa, más que el templo o la estructura organizativa. No es que haya que
ir a misa el domingo, es que el domingo
nació de la misa.
Es admirable cómo habla
Jesús con la Escritura, cómo la usa: en las tentaciones del desierto, para
explicar quién es él, para establecer el signo de la Pascua… vive en esa
atmósfera de la Palabra de Dios que nos habla a través de esos escritos, cuando
se leen con deseos de escuchar al Espíritu santo.
Que nunca falte, ningún
día, ese contacto, ese abrir la puerta, la ventana del cielo, para hablar y
escucharle.