lunes, 17 de junio de 2013

Pecadores

"Una mujer pecadora pública, al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume y poniéndose detrás de Jesús, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba" (Evangelio de san Lucas, capítulo 7)

El evangelio de Lucas oculta discretamente los nombres de la persona y la ciudad, en esta historia de la mujer, que se presenta en un encuentro de notables con Jesús, un banquete celebrado en honor de aquel profeta 'emergente', al que todos los importantes tenían ganas de conocer y al que probablemente sentían deseos de plantear cuestiones y sutilezas religiosas según la Ley. 
Algo, sin embargo, alteró el programa de aquel día: sin ser ni mucho menos invitada,  se presenta una conocida pecadora de la ciudad. Es una escena casi de teatro. Aquella mujer monta realmente un 'número' con su gesto. El ambiente se espesa y nadie sabe qué decir ni qué hacere. El anfitrión y los demás invitados tal vez sienten un poco de vergüenza ajena (o a lo mejor propia); o tal vez se burlan un poco por dentro, pensando que el rabí Jesús es tan bueno que resulta hasta ingenuo y un poco pardillo. Pero en realidad son ellos los que están equivocados y no él, que se ha dado cuenta perfectamente, ha entendido de veras a aquella mujer. Así, la escena resulta una historia de valentía y también de fe, porque ella -a diferencia tal vez de los convidados- sí cree en Jesús como Mesías y precisamente por eso se atreve a hacer lo que hace. Es una historia de sinceridad, pues, y por eso también de amor y de perdón. Una historia de incomprensión y de juicios temerarios, negativos y descalificadores, pero es también una historia de la sabiduría de Dios, que lee los corazones, en la mirada, en nuestros gestos.
La escena bien podría representar y resumir la historia eterna de la humanidad: todos nos consideramos importantes y justos, y querríamos hablar con el Jesús de Nazaret o con sus discípulos de tú a tú, en una especie de discusión teórica sobre el Reino, los problemas de la humanidad para creer, etc. ¡Muy bien todo, muy religiosos los 'temas' de conversación! De pronto, sale a escena uno que sin más se pone a los pies del Señor y le pide que le perdone, porque realmente -y no sólo teóricamente- se da cuenta de que está ante el Salvador. No quiere hablar de nada, no pretende que se le justifique teóricamente la misión, ni que se le explique por qué Dios es capaz de acercarse tanto o no debería hacerlo. Sólo quiere ponerse ante él y decirle que lo siente, pedirle perdón. Por eso encuentra a Dios y en cambio los demás no. Aquí está realmente resumida la historia de la Humanidad. Todos somos esos huéspedes capaces de juzgar la conducta de los demás, los males del mundo y la sociedad 'actual' -decimos-, al esclavizado por sus pecados -al bebedor, al drogadicto, al ladrón-, al hundido por su vicio o su desgracia moral. Sin molestarnos en ponernos a su lado, le encasquetamos un mote, una etiqueta moral -¡es una pecadora!-, a pesar de que tal vez nosotros tenemos algo que ver con su degradación.
En la respuesta de Jesús a Simón hay -como otras veces- un reproche: hay otro tipo de pecados, le viene a decir, aunque no sean tan aparatosos, aunque parezcan pequeños. Al fin y al cabo, tus 'olvidos' al recibirme (no me has dado agua ni el ósculo de bienvenida) denotan, por ejemplo, que realmente no crees que yo sea importante, ni tenga que ver con la venida del Mesías. Ella en cambio ha captado la verdad, piensa que Dios está aquí, que vengo a salvar y no a condenar; por eso ha vencido la vergüenza y el temor, por eso ha sido más valiente que vosotros, y ha amado... El que piensa que tiene poco de qué ser perdonado ama menos, nunca se sentirá tan agradecido como el humilde y sincero de corazón. Es de nuevo la gran paradoja evangélica:  la verdad y la misericordia se encuentran y se besan, como dice un salmo: ¿quién descubrió en Cristo al Dios misericordioso? Los que se sentían abrumados por su propia miseria. Mientras que los que se consideraban justos a sí mismo acabaron por rechazarlo. Entendieron mejor a Jesús los pecadores, le amaron más. No es que le amaran en el pecado, claro, ni que el evangelio confunda el amor con la impureza.
Hay muchos tipos de pecado, como se ve. Ocultos unos y otros visibles, pequeños y grandes. Algunos esclavizan al que los comete: primero los comete, luego los padece; otros parece que no tienen importancia y acaban por tenerla. No solo hay pecados de la carne, sino del espíritu. Algunos son terribles, otros sutiles. Casi parecen no tener en común unos con otros. Aquí veo pequeños cristianos. Cuando los veis entrar a confesar, me decís a veces: "pero ¿qué pecados pueden tener esas criaturas?", y sin embargo no tenéis más que mirarlos al salir: la alegría radiante, el propósito real, el deseo de querer más... Siempre el amor al Salvador es lo que salva: la confianza, la confesión, la delicadeza, la entrega. Porque el origen del mal es siempre el egoísmo, el aislamiento, la autosuficiencia, el desprecio del dar o recibir ayuda.
Antes os decía que la escena era de esas en las que uno puede ver representada a la humanidad. También es una buena imagen de la necesidad de superar la vergüenza ante los demás, el temor ante Jesús o ante los demás discípulos, y la indecisión sobre el propio propósito de la enmienda, para, rompiendo todas las cadenas que nos atan a nosotros mismos, salir al encuentro del Salvador que viene a nuestro encuentro.



1 comentario:

poetaporlibre dijo...

El corazón me late a mil por hora, parece que vaya escaparse galopando de mi pecho. Todos me van a ver y no sé lo que van a pensar de mí
. ¿Voy a cometer una irreverencia? No lo sé pero no me importa, algo más fuerte me impulsa a hacerlo. Estoy decidida. Ahí está el Señor, me arrodillo a sus pies, con mis lágrimas comienzo a lavarselos, con mis cabellos los enjugo, y derramo sobre ellos un frasco de perfume. No me atrevo a mirarle. ¡Señor, Tú conoces mis pecados!.
¡Eso mismo siento yo! El corazón se me acelera conforme me voy acercando a comulgar, las lágrimas me inundan por dentro. Señor, yo no sé si soy digno, claro que no, sólo Tú puedes hacerme digno. ¿Voy a cometer una fechoría? Te tomo en mis manos, pero antes de comerte, te doy un beso.