Sagrada familia
"Por lo cual os ruego no os desaniméis a causa de las tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria. Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior"
(del capítulo 3 de la epístola a los Efesios)
Con esta expresión -sagrada Familia- se refiere la Iglesia a la que formaron en la tierra el patriarca José, su esposa María y el niño Jesús. Una familia en buena medida semejante a cualquier otra, en la que sin embargo se desarrolló el misterio de la encarnación del Verbo, así como el desarrollo humano -espiritual, físico y también psíquico- de Jesús de Nazaret, salvador del hombre. La liturgia quiere resaltar la importancia de esta institución natural, pero también podemos considerar nosotros algo que nos hará bien: que en realidad nosotros también pertenecemos a esa familia, desde que Jesús trató y nos ha hecho hermanos, hermanas, padres y madres suyos. Así, en ella todos podemos hallar un buen marco, y como un espejo en que mirarnos y vivir. No tendríamos sino que preguntarnos: ¿qué haría yo, si viviera con ellos? ¿Qué haría, cómo trataría a mi mujer si ella fuese María? ¿cómo contestaría yo si hablase con José? ¿Me pondría a disputar y murmujear por cualquier nadería? ¿Alzaría tal vez la voz, o me haría la víctima como suelo?
Toda paternidad viene de Dios
En una epístola de san Pablo leí una vez –guiado por un comentario de san Josemaría- una frase que ha venido antes a la memoria. Dice el apóstol: "Por eso yo quiero doblar las rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia…", todo hogar podríamos decir, natural o también apostólico; todo espacio donde el yo y el tú tienen fronteras, reales desde luego, pero transparentes, porque sus miembros son en cierto modo una sola cosa, el amor que se tienen -o al menos se han tenido- ha hecho de ellos una sola cosa. Vale la pena que hoy lo recuerdes, que lo recordemos ahora, en estos momentos de la historia cultural en que –tal vez por vez primera en esa historia- empieza a darse una forma social afamiliar, una sociedad formada por individuos aislados y solitarios (en algunos países superan el número de los que viven en familia), con una soledad que no se ve compensada simplemente con la mejora social organizativa, ni con las relaciones amorosas intermitentes -más o menos sentimentales, pero con pánico al compromiso-, que forman el sustitutivo o tal vez sería mejor decir el sucedáneo del hogar y del amor durable. A los solitarios miembros de esa comunidad social (¡a la que también puede que pertenezcan algunos casados, y muchos hijos, aunque parezca que están en la misma casa!), al final solo importan las cosas: el coche, el acortar distancias, la madre con Alzheimer, el sitio para tomar las copas… Pero nada de eso queda, nada llena, nada se proyecta hacia delante, tan sólo la muerte….
Y que conste que no se me ocurre pensar que la familia es de por sí es mágica o sacramental; también resulta a menudo ámbito del egoísmo personal y del egoísmo colectivo (al fin y al cabo, también Corleone apreciaba mucho "la famiglia"...). La familia -como todo lo humano- necesita a Cristo, necesita ser curada, mejorar, y desarrollar su potencial. Necesita también, y particularmente en estos tiempos, educación, asociación, amistad, apoyo eclesial, vocacional. Por supuesto, le vendría muy bien apoyo social, de los poderes públicos, de las grandes empresas, del ámbito cultural… Pero tampoco se trata de esperar a que den ese apoyo ahora mismo. Ahora bien, mientras llega ese apoyo siempre podremos decir con Humphrey Bogart lo de "siempre nos quedará París...", o sea siempre tendremos con nosotros la familia de Jesús, siempre tendremos en nuestra mente la Sagrada Familia, y aprenderemos de ella, y la haremos presente en la nuestra.
"Por lo cual os ruego no os desaniméis a causa de las tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria. Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior"
(del capítulo 3 de la epístola a los Efesios)
Con esta expresión -sagrada Familia- se refiere la Iglesia a la que formaron en la tierra el patriarca José, su esposa María y el niño Jesús. Una familia en buena medida semejante a cualquier otra, en la que sin embargo se desarrolló el misterio de la encarnación del Verbo, así como el desarrollo humano -espiritual, físico y también psíquico- de Jesús de Nazaret, salvador del hombre. La liturgia quiere resaltar la importancia de esta institución natural, pero también podemos considerar nosotros algo que nos hará bien: que en realidad nosotros también pertenecemos a esa familia, desde que Jesús trató y nos ha hecho hermanos, hermanas, padres y madres suyos. Así, en ella todos podemos hallar un buen marco, y como un espejo en que mirarnos y vivir. No tendríamos sino que preguntarnos: ¿qué haría yo, si viviera con ellos? ¿Qué haría, cómo trataría a mi mujer si ella fuese María? ¿cómo contestaría yo si hablase con José? ¿Me pondría a disputar y murmujear por cualquier nadería? ¿Alzaría tal vez la voz, o me haría la víctima como suelo?
Toda paternidad viene de Dios
En una epístola de san Pablo leí una vez –guiado por un comentario de san Josemaría- una frase que ha venido antes a la memoria. Dice el apóstol: "Por eso yo quiero doblar las rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia…", todo hogar podríamos decir, natural o también apostólico; todo espacio donde el yo y el tú tienen fronteras, reales desde luego, pero transparentes, porque sus miembros son en cierto modo una sola cosa, el amor que se tienen -o al menos se han tenido- ha hecho de ellos una sola cosa. Vale la pena que hoy lo recuerdes, que lo recordemos ahora, en estos momentos de la historia cultural en que –tal vez por vez primera en esa historia- empieza a darse una forma social afamiliar, una sociedad formada por individuos aislados y solitarios (en algunos países superan el número de los que viven en familia), con una soledad que no se ve compensada simplemente con la mejora social organizativa, ni con las relaciones amorosas intermitentes -más o menos sentimentales, pero con pánico al compromiso-, que forman el sustitutivo o tal vez sería mejor decir el sucedáneo del hogar y del amor durable. A los solitarios miembros de esa comunidad social (¡a la que también puede que pertenezcan algunos casados, y muchos hijos, aunque parezca que están en la misma casa!), al final solo importan las cosas: el coche, el acortar distancias, la madre con Alzheimer, el sitio para tomar las copas… Pero nada de eso queda, nada llena, nada se proyecta hacia delante, tan sólo la muerte….
Y que conste que no se me ocurre pensar que la familia es de por sí es mágica o sacramental; también resulta a menudo ámbito del egoísmo personal y del egoísmo colectivo (al fin y al cabo, también Corleone apreciaba mucho "la famiglia"...). La familia -como todo lo humano- necesita a Cristo, necesita ser curada, mejorar, y desarrollar su potencial. Necesita también, y particularmente en estos tiempos, educación, asociación, amistad, apoyo eclesial, vocacional. Por supuesto, le vendría muy bien apoyo social, de los poderes públicos, de las grandes empresas, del ámbito cultural… Pero tampoco se trata de esperar a que den ese apoyo ahora mismo. Ahora bien, mientras llega ese apoyo siempre podremos decir con Humphrey Bogart lo de "siempre nos quedará París...", o sea siempre tendremos con nosotros la familia de Jesús, siempre tendremos en nuestra mente la Sagrada Familia, y aprenderemos de ella, y la haremos presente en la nuestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario