viernes, 27 de diciembre de 2013

Venid, adoremos

Natividad de Jesús en Belén
Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado.»
Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.
(Del capítulo 2 del evangelio de san Lucas)

   Estamos celebrando el día de la natividad de Jesús, y al terminar la Misa nos acercaremos a venerar su imagen niño, le adoraremos con un beso. Nos gustaría hacerlo en vivo, pero nos tendremos que conformar con su imagen. En la imagen, besaremos al niño real; y en el Niño, adoraremos al Dios hecho hermano nuestro. 

Ver a Dios en la creación
   Lo hacemos porque nos mueve el afecto, porque un niño siempre mueve el afecto. Y él, más. Pero también querríamos que nos moviese algo más hondo aún: adoración. Adorar al Dios de la creación, bendecir su presencia misteriosa y maravillosa. Acabo de leer cómo se asombraba Foucauld con la maravilla de una hoja de papel o una cuchara, cualquier objeto le parecía el colmo de la perfección en que se manifestaba lo divino. Adoraba a Dios en las cosas, presente su grandeza, su hermosura, su sencillez en el su sencillo acto de ser. Nos hemos acostumbrado a pensar que a Dios no le vemos -como dice san Juan-, porque no vemos su "rostro", mientras que en cambio vemos el mundo, las cosas... y no nos percatamos de que en las cosas hay más de Dios que de ellas mismas: su belleza, su poder, su armonía: todo nos habla de él, nos lo muestra. En realidad no vemos otra cosa que lo divino, pues todo está en él. Adorar a Dios, bendecirle
en la creación y su presencia misteriosa y maravillosa: reconocer, agradecer, admirar, es la tarea del hombre y su asombro, su gozo y lo que puede conducir a la paz su corazón. Todo está en realidad lleno de su presencia. Adorar a Dios en el mundo es la tarea del cristiano. No sólo "después", en la otra vida; no sólo en el lugar del culto, en "la iglesia". El secreto de la redención es Dios envió a su Hijo al mundo no para juzgarlo, sino para salvarlo, porque el mundo está lleno de su presencia. Salvarlo de sí mismo: de ese sí mismo que es también Caín, Babel, y David adúltero y Pilatos cobarde. 


Convertirse en hijo
   Ver a Dios en las cosas y personas, pero hoy, especialmente en el Niño Dios, el Hijo de Dios. Al hacerse parte del mundo, uno de nosotros, no sólo nos ha mostrado el rostro de Dios sino que nos ha enseñado a ser hombres, a ser hijos. Al hacernos nosotros discípulos -¡aprendices!-, también nos ha hecho sentir y vivir como hijos del Padre: ahora somos hijos, y aún no se ha manifestado lo que seremos, pero seremos como él, porque le veremos tal cual es.
   En su plenitud es desde luego un misterio proyectado en el futuro, pero comienza ya ahora: a cuantos le recibieron, les dio el poder de ser los hijos de Dios. Todos los hombres son hijos, en cuanto que todos han sido amados y creados por Dios como un padre, pero los cristianos sois discípulos, amigos y sellados por el hijo. Y por eso, hijos también en un sentido estricto. Qué pena que no nos demos cuenta: "reconoce, oh Cristiano, tu dignidad" y tu misión, exclamaba un gran Papa de los primeros siglos.
Hoy, pues, comienza –puede comenzar- un camino nuevo en tu vida. Como cuando el Señor, ya adulto, les dijo a unos cuantos: "ven, sígueme", y comenzó para ellos la parte más importante y verdadera de su vida. Una vez le pedí disculpas a mi padre porque se me había pasado el día de su cumpleaños sin felicitarle. Él me contestó: "mira, a mi no me importa eso mucho, porque ya sabes que casi no lo celebro. A mi lo que me gusta celebrar es el día que conocí a tu madre, porque ese día fue cuando de verdad comenzó mi vida". Pues eso. Hoy comienza nuestra vida.

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